Poema Estofado de Luisa Futoransky
Escribir con la paciencia de un entomólogo,
la displicencia de un dandy y la febrilidad
del buscador de oro.
El poema, la más frágil transparencia nupcial.
Amor Amistad Familia Infantiles Fechas Especiales Cristianos
Escribir con la paciencia de un entomólogo,
la displicencia de un dandy y la febrilidad
del buscador de oro.
El poema, la más frágil transparencia nupcial.
El lastimado Belardo
con los celos de su ausencia
a la hermosísima Filis
humildemente se queja.
«?¡Ay, dice, señora mía,
y cuán caro que me cuesta
el imaginar que un hora
he de estar sin que te vea!
¿Cómo he de vivir sin ti,
pues vivo en ti por firmeza,
y ésta el ausencia la muda
por mucha fe que se tenga?
Sois tan flacas las mujeres
que a cualquier viento que llega
literalmente os volvéis
como al aire la veleta.
Perdóname, hermosa Filis,
que el mucho amor me hace fuerza
a que diga desvaríos,
por más que después lo sienta.
¡Ay, sin ventura de mí!
¿qué haré sin tu vista bella?
daré mil quejas al aire
y ansina diré a las selvas:
¡Ay triste mal de ausencia,
y quien podrá decir lo que me cuestas!
No digo yo, mi señora,
que estás en aquesta prueba
quejosa de mi partida,
aunque sabes que es tan cierta.
Yo me quejo de mi suerte,
porque es tal, y tal mi estrella,
que juntas a mi ventura
harán que tu fe sea fuerza.
¡Maldiga Dios, Filis mía,
el primero que la ausencia
juzgó con amor posible,
y dispuso tantas penas!
Yo me parto, y mi partir
tanto aqueste pecho aprieta,
que como en bascas de muerte
el alma y cuerpo pelean.
¡Dios sabe, bella señora,
si quedarme aquí quisiera,
y dejar al mayoral
que solo a la aldea se fuera!
He de obedecerle al fin,
que me obliga mi nobleza,
y aunque amor me desobliga,
es fuerza que el honor venza?».
¡Ay triste mal de ausencia,
y quien podrá decir lo que me cuestas!
Y esas osamentas,
árbol de noche,
traman entre los péndulos de la voz,
la más antigua,
la leyenda que testimonian las
piedras ciegas,
reyerta del aire.
Y dicen, dicen,
la azarosa epopeya
de la espada que empuñan otras manos;
y dicen sin decir,
porque la voz se ha enmudecido:
ahí están los soldados
muertos en Normandía,
los que cayeron en Vietnam,
o en Cartago, o en África;
y dicen diciendo,
del inevitable ayer de los muertos de Stalin,
del sol quemante en los rostros
de los jinetes, los que cruzaron en vano
un desierto para vencer al sol.
Y el hombre, por ahora joven,
empieza a encontrar las huellas
de sus pies por los caminos.
Ahí están los primeros,
los del centro de la ciudad,
los de la sexta avenida,
los de los paseos por Antigua.
Ahí están,
las huellas que pronto fue grabando:
por las veredas de la montaña,
en el agua clara de los ríos,
en la claridad de noches eternas,
en el fuego de los comales,
en la ilusión de luciérnagas
y el concierto de ranas y grillos;
ahí están las huellas,
en los caminos que recorrió,
en el olor del loroco
y de la flor de ayote,
en el aroma del ocote
que alumbró palabras,
entrañas de vísperas abortadas;
ahí, en esos senderos de romerías,
de aves migratorias, de hombres de a caballo
y ánimas en pena;
de caciques y matones,
de males de ojo y gritos al lucero del alba.
Ahí está el hombre,
dejando al joven,
lejos del niño.
Ahí está el ser,
indigesto de semillas y promesas,
de tempestades y arrebatos.
Ahí está, con sus trapitos
de triunfos y apresuradas derrotas.
Por fin, el joven,
ahora hombre,
va dejando la llovida tierra,
los invernales sueños,
ésos, los apetitosos como un pezón,
ahí, abandonados,
desgranados como el maíz.
¿Qué ve el hombre?
Nada cambió,
el pellejo del tiempo luce cansado.
El ser y el hombre
orean sus cansados sueños.
Sí, todo cambió.
Todo.
Triunfo a medias.
Aunque el hambre,
pezón negro,
negro,
se arrodille ante los falsos altares:
el hambre no existe,
es un engaño.
Mientras todos se ven
y se interrogan calladito.
Sin embargo,
ahí está el hambre
en sus harapos de siempre.
Aunque ellos den su verdad
como leche con hiel,
aunque el hambre siga
teniendo sabor a pezón,
a mujer;
aunque el hambre
siga siendo una falsa cifra
de estadísticas irrebatibles.
Por fin, el ser,
por fin, el hombre,
recoge su semilla
y se va en silencio,
aunque su palabra
sea una camisa sin botones,
en silencio,
oyendo el rayo de las piedras,
evadiendo el chorro de humo
de viejas cocinas;
en silencio,
escondiendo las raíces
de la memoria,
secando la sangre del camino,
arreando a las hormigas;
en silencio,
cargando su matate
de aturdidas verdades;
en silencio,
escuchando a los grillos,
con el alma en los ojos,
en las manos,
con el llanto salado,
salado; en silencio,
juntando la hojarasca
para inaugurar su fuego nuevo,
nuevo, nuevo,
como los muertos,
como los sueños,
como la voz,
como el tiempo;
en silencio,
en silencio,
calladito,
casi susurrando,
el nombre de la luna,
casi haciendo fuego del aire,
casi,
casi haciendo fuego del fuego,
casi,
casi,
amancebada con la alegría,
y el ser,
un reloj viejo
arrumbado en el ropero del tiempo.
Ahí va el joven,
por fin hombre,
ahí va,
directo a la luz de su ceguera,
diciendo adiós,
desde sus torres y fortalezas,
flecha ciega,
panal de vigías eternas,
recién nacidas
para retozar de nuevo
con la alegría.
La noche
traficante de eróticas consignas.
Los amantes transcurren hacia el éxtasis.
Un almizcle ritual de miel salobre
impregna el aire y su fervor me ubica
en el puntual laberinto del deseo.
Servidumbre
de labios suplicantes,
obstinada ambición que discrimina
todo gesto vital que no aproxime
la hoguera de otra piel, y el denso musgo.
Qué mercenario puñal,
qué ultrasonido,
qué atroz felicidad, qué fiera subterránea
podrá desvertebrar esta codicia,
este monstruo de sedas y pezuñas,
lengua en acecho, famélica pantera
que desoye la hora del que sufre,
el paso de la furia y sus escombros,
la complicidad
del aire en los violines,
y absorta en mi delirio sólo imploro
un cuerpo de varón, elemental, desnudo
que exorcice mis lúbricos fantasmas
mientras preso en mi vientre muere y vive.
Yo no lo quiero:
Ni rey de bolsa
Ni posaderos
Tienen del vino
Que yo deseo;
Ni es de cristales
De cristaleros
La dulce copa
En que lo bebo.
Mas está ausente
Mi despensero,
Y de otro vino
Yo nunca bebo.
Criaturas de la dicha
y de la pena, pequeñitas,
¿a qué volvieron esta tarde?
Sin ustedes no sería tan cruel
que me detenga mi padre
con una mirada de reproche,
cada vez que sólo
quiero salvarlo.
Sin ustedes
yo podría hablar con ella
cuando se para a mi puerta
como una estatua enorme
y me reclama amor.
Maligna como palabra de oro esta noche comienza.
Comemos las manzanas de los mudos.
Hacemos un trabajo que bien puede dejarse a su fortuna;
en pie permanecemos en el otoño de nuestros tilos, como rojas
banderas pensativas,
como abrasados huéspedes del Sur.
Juramos por Cristo el Nuevo desposar el polvo con el polvo,
el pájaro con el zapato vagabundo,
el corazón con la escalera de agua…
Hacemos ante el mundo los santos juramentos de la arena,
juramos con gusto,
juramos en voz alta desde los techos del sueño sin imágenes
y agitamos la blanca cabellera del tiempo…
Ellos nos gritan: ¡Blasfemáis!
Desde hace tiempo lo sabemos.
Desde hace tiempo lo sabemos: ¿qué importa?
Vosotros moléis en los molinos de la muerte la blanca harina de
la Promesa
y la ofrecéis a nuestros hermanos y a nuestras hermanas.
Nosotros agitamos la blanca cabellera del tiempo.
Vosotros censuráis: ¡Blasfemáis!
Lo sabemos de sobra,
que venga sobre nosotros la culpa
que venga sobre nosotros la culpa de todas las señales de peligro,
que venga el mar burbujeante,
el viento acorazado del retorno,
el día de la medianoche,
que venga lo que no ha sido todavía.
Que venga un hombre de la tumba.
Versión de José Ángel Valente
Ahora pido evidencias, certidumbres.
En mi extraño escenario, pasiones y las aves remotas,
surgen paraderos, lugares troncos, idilios,
el sol está partido en dos por la avidez,
mutaciones y la pescadería donde la muerte brilla con escamas,
al borde de la ruta, después de las represas salineras.
La mujer del azar se contempla en su espejo,
con sensuales bucles, en el oscuro bosque de su amor,
flexible y voraz, su cuerpo regido por la luna
se alzó sobre el viento y el cielo,
lejano como estrellas, pero sólo después
vacilaciones, dudas y reproches
para una triste crónica donde ríe la mosca
en la edad triturada.
Reminiscentes caricias flotantes entre adioses
hacen temblar las cosas con un ardor irónico.
¿Pero entonces
tampoco existió el fuego,
el mundo relatado por una voz querida?
Parejos amantes, a ciegas en la ira y el esplendor del tiempo,
el mozo del hotel recogió las maletas,
de ciudad en ciudad, de idioma en idioma, en medio de rostros
movedizos.
Al despertar aparecía el fantasma;
sonriente,
con senos de una melosa consistencia, con dientes brillantes,
insistente y perfumado en la cálida atmósfera,
se tendía en la playa con languidez, hablaba de las pequeñas cosas
del día,
volando en torno a mi alma con la luz de los mares,
(con el sabor del whisky, hacia el cuerpo del hombre.
¿No hay un guijarro entonces,
una naranja, un puñado de arena
que reclame la herencia sin destino del sueño y el olvido?
Has oído el exaltante chasquido del agua
como una boca que rememora de muy lejos,
inmensidad y huesos lavados por el sol,
brillando y ondulando y salpicando las rocas,
un solo instante, un suspiro y las nubes vacías.
Y ahora, por Dios, nada de imprecisiones,
el viento,
sobre la mesa revientan espumas, los muros no existen,
el viento,
las gaviotas exhalan su graznido en el pálido extremo del día,
ella se esfuma en la terraza con su copa y un lento cigarrillo en los
labios,
el viento,
los rostros son ahora más tensos, desaparecen de golpe,
nadie responde, hay un orden extraño, fuera de lugar,
el viento,
la costa, la noche, zonas espléndidas y asesinas,
sólo el viento, el viento con sus garras equívocas.
¡Si fuera todo mar,
para nunca salirme de tu senda!
¡Si Dios me hiciera viento,
para siempre encontrarme por tus velas!
¡Si el universo acelerara el paso,
para romper los ecos de esta ausencia!
Cuando regreses, rodará en mi rostro
la enternecida claridad que sueñas.
Para mirarte, amado,
en mis ojos hay público de estrellas.
Cuando me tomes, trémulo,
habrá lirios naciendo por mi tierra,
y algún niño dormido de caricia
en cada nido azul que te detenga.
Nuestras almas, como ávidas gaviotas,
se tenderán al viento de la entrega,
y yo, fuente de olas, te haré cósmico…
¡Hay tanto mar nadando en mis estrellas!
Recogeremos albas infinitas,
las que duermen al astro en la palmera,
las que prenden el trino en las alondras
y levantan el sueño de las selvas.
En cada alba desharemos juntos
este poema exaltado de la espera,
y detendremos de emoción al mundo
al regalo nupcial de auroras nuestras.
Juan se llevaría la palabra isla. Así,
ante las preguntas sibilinas que siempre
son el crepitar del fuego, el graznido del
cormorán o el repiqueteo de la lluvia,
y de cuya contestación dependen que se
nos entreguen o que nos rechacen,
podría decirles: «me llamo Juan y estoy
en una isla». Y luego ya en voz baja
y para darse ánimos, seguiría: «sé mi
nombre y el nombre del lugar donde habito.
Con estas certezas construiré de nuevo el
mundo. Haré que dialoguen sin pausa
hasta que estalle el orden felino del
lenguaje». De los abrazos tiernos y de
los sanguinarios duelos de la palabra
isla y de la palabra Juan, de los chispazos
del amor y del odio, surgirán las
palabras otro, armazón, desasosiego, velamen…
e infinitas más que, al irse despertando clamarían por un lugar propio,
y cuando ya no cupieran allí hallarían entre todas
la palabra ballena y esta pugnando como si fuera una pelota,
empujaría la isla hasta el límite del mundo.
Entonces Juan, instintivamente,
tomaría una por una todas las palabras
y las arrojaría al abismo.
Cuando sólo le volvieran a quedar la palabra Juan y
la palabra isla se diría:
«¿no sería más divertido, por más difícil,
reinventar una vez más el mundo ahora
únicamente con una de estas dos palabras?»
Y con un júbilo sereno
se desharía de la palabra Juan.