Poema Balada Del Seno Desnudo de Rogelio Sinán



¡Mangos!… ¡Mira!… ¡Tantos!…
¡Oh!… ¡Uno maduro!…
(¡Dio un salto… y salióse
su seno, desnudo!)

¡Yo salté del árbol!
¡Upa!… ¡Tan!… (¡Qué rudo!)
¡Por mirar de cerca
su seno desnudo!

¡Me miró asustada!
¡Cubrió… lo que pudo
y… huyó…! ¿Qué robaba?
¡Su seno desnudo!

Lejana…, lejana…
me envío su saludo.
(¡Yo seguía mirando
su seno desnudo!)

¡Perfume silvestre
de mangos maduros!,
¿por qué me recuerdas
su seno desnudo?…



Poema Tratado De La Noche de Rogelio Saunders



Ahora debía
yo también
comerme una manzana,
si hubiera estado
a solas conmigo mismo,
visto ya
lo que no debía verse,
esto y aquello
oculto durante años,
y nada fue
tan sobrio,
pero seguía siendo oscuro.
El patio asolado,
el ave
en el ventanuco.
Ninguna desesperación.
Ningún
canturreo agónico.
Sólo
la lenta letanía
y el infinito fin.

Que alguien
reclame lo que fue
devuelto.
Alguien ya sin odio,
sin gesto.
Selva sin espesura.
Y diga: Ah, Ossip, querido
así que tú
también querías una
segunda
oportunidad
?
entre dos trenes veloces.

El ojo se desplaza
como una oscura nube.
No hay noche.
El mediodía
neurótico
ancla en lo mejor de las cícladas
como un brazo retorcido.
Una música renuente.
Nada canta.
Hay un olor seco.
Un goteo sin pasto.
Lo sordo
y lo sórdido
nunca han estado tan cerca.
Abandona ese espejo ?dice la cabeza
al ojo coriáceo
como un huevo.
Ojo sin lucha.
Si el cerebro silbara
abandonado,
con células de polvo,
yo también dejaría el viejo
y alucinante
cuarto de baño,
el cadáver de hilo,
la absurda peluca
machacada
de cóncavo reflejo.
Es la llamada a lo lejos,
indescifrable
y el aún más incomprensible
movimiento.
Iteración y ayuda. El ojo
que llega tarde
y es golpe de sangre,
borroso cuadrado,
ausencia, perfil.
La voz a contracorriente
de la poesía.
Caliente
como la mirada
del que va a morir.
En la risa, oír
la imposibilidad
de la risa.
En la poesía,
la no poesía.
Sentirla
en el canto rabioso.
El corazón oscuro
en la palpitación
adolescente.
El infuturo
sonido de agua
de los pasos elásticos,
como señales
en la calle en plena
luz del día.
Asomo la cabeza y veo
cabezas repetidas.
Mil cabezas otras
en mi propia cabeza.
Cabezas borradoras.
Altas cabezas
de mudo cartón,
y el
centro
resonante y
ausente.
Mi rostro comido
como la vieja manzana.
Ávida
mente masticado
entre dos trenes veloces.
El frío detenerse
de las torres.
La vibración
obscena
de los túneles.
El sueño sin origen
de las campanas.
Todo se encierra en la mano
que abarca el ojo.
La madrugada
retrocede.
La intensidad
del silencio
borra el pelo y los ojos,
la lenta cacería,
los signos urbanos.
La historia se revela
como no transcurso.
A un lado,
como una fórmula,
fluyo.
Soy tu boca,
la promesa no dicha.
Lo que cae
sin acaecimiento,
sin mudez ni obra,
sin cólera, sin dubito.
El ojo
del paseante,
ojo sin amor,
cae
como una barbilla.
No hay persecución.
Sólo
risa quejumbrosa,
sordo golpeteo.
Las farolas histéricas
estridulan como serpentines
al paso del oro.
Cien trenes en la noche
subdividen el ojo
furioso
del perro,
su odio aprendido,
su estéril
innoble bamboleo.
La adolescente de pesadas
piernas, de rítmico
antirritmo, de pausado
paso de glándulas dormidas,
recorre interminables calles invisibles
como un espíritu despertado
por un ansia
imposible de recordar,
isla del deseo en el fractáneo
mar concéntrico de leche
que no devuelve ni gira,
no desplaza ni ondula,
pálido e incesante como el odio.
Huérfana de toda señal,
la cabeza
congenia con el pasto
cívico que anula
la mirada, y sentencia
todo sueño.
Volver en tren
cuando todo está muerto.
Muerta
la escritura, y la mano
que entrevió
el dudoso
yo, la conciencia
que adivinó, y el ascua
mojada ya, y con un
esfuerzo
sobre
humano,
vecino del oficio
del clown,
jugó a tocar el mohoso
pero instantáneo, insoslayable
filo, y entonces
en esa
muerte común,
en ese
fasto o prodigio
del útero imparcial,
ver, no poder
dejar de ver, con
asentimiento lúcido,
con perfecto
equilibrio entre
perceptio y pathos,
el infinito camino pedregoso,
la boca
palpitando en la arena,
el alto
muro de juegos ajeno
al forcejeo erudito,
a la trama del fuego.
El ojo absorto en el ojo,
ojo-sol, ojo-saludo,
y el sonido
¿último?
de la tecla polvorienta.
El vigor que
cae
(o se anula)
en un vasto silencio
hecho
de rostros hinchados,
la manzana, arriba
como un
imposible
sol, y la
negra luz entrando
como un río en el túnel
del tren dentro del túnel
de la
noche,
mientras se eleva
como una
infinita
risa
sin rostro
el aullido incesante.



Poema Sils Maria de Rogelio Saunders



La última vez que estuve en Sils Maria
había estos mismos tres (o cinco) escalones rotos.
He ahí toda la filosofía.
Sólo la música es distinta (para mal).
La locura es siempre esto de la página y
más aún: de la lengua. (Langa. Longa.)
El «no veo» y, si entiende lo que quiero decir, el
«no respiro» y «no hablo».
En una palabra: el abandono.
Ya sé, ya sé. La reacción. O mejor aún: el reaccionar.
A la espalda, fuegos de artificio.
Carrozas destartaladas. Ruido blanco en las viejas
almenas. Orín de albayalde. La conquista
del escalón, por así decirlo. De la esquina del ojo.
Todo falso. «La última vez que estuve aquí».
Todo falso. Nunca estuve aquí. Ni allí. Ni en.
Las calzas del etíope mon prochain. El mucho beber
y la terrible rumba. Intoxicación con mariscos.
La prostituta, el pene cola de cerdo y luego la huida
con el salto sobre el arbusto incluido.
Qué nochecita.
La humedad, mucho peor. El resto, más
o menos como siempre. Son las noticias del día. Soy
usted lo sabe mejor que el suscrito, el espía
de mí mismo. Ahora lo que de verdad me interesa
es la cháchara de los enterradores. La nube
legañosa flotando junto con las hojas
en el patio vacío, el pozo vacío, el vetusto
palacete vacío, allá, no sé dónde. Todo lo oblicuo
por imposible. Lo no visto puesto al frente. Intacto
como no visto. Olvido de todo lo anterior. Ojo
recluido en el ojo. Cráneo cuenca cuenco bacinilla
donde bebe el cráneo, ineviterno. Jo jo. Quieto. Ya
le digo: hojas que se arrastran, hormigas nunca tan
simbólicas cuanto despojadas de todo símbolo, oh
hormigas. Aquí dormimos y, con sabiduría, defecamos.
Tanto más viejos e inusuales, los libros. Destartalados
manuales. Hurgo en ellos con trompa de oso hormiguero.
Palpo la pulpa, aquejado (o bendecido) de alopecia.
Bebo el agua. Ella me bebe. Germino en germen. El
sol-agua-de-aceite rebrilla en la grieta del pavimento.
Es la grieta, lo compruebo. Sólo
hay una. La canción del martillo continúa. Continúan
las nubes, el sudor bajando por las lisas paredes.
Y, sobre todo, continúan, ajenos al crotaloteo
de los visillos, los escalones (tres o cinco) como ya dije.
El punto final. E l g e s t o s i e m p r e s u s p e n d i d o. Sin
cálamo, sin puntualidad. La intención
plenamente incumplida. Abolida. Este golpe
tan parecido al ojo, sin mirada. Este
latido sordo lleno de sonido. In
separado contacto de la mano con la mano, mano
sin la mano en la mano del gitanillo que extiende la mano.
La carcajada que viene desde lo alto, donde sólo hay
este resonar de nube y nube, espacio y espacio.
Escapar ya no es el máximo sueño. Ya no hay máximo
o ansioso poderío. Onda insalubre-telúrica llenando
la cabeza oh cabeza. Tú mismo, dijo el espejo
rallado-turbio, sotobarbo. Espejeo obleico oblicuo
del «Tú mismo». Sólo el espejo, su despedida de papel.
El frú frú de los cordones alejándose con saltos de Pulgarcito.
Sonaron las trompas anunciando la muerte de algún grande uomo
que a nadie importa. No sobre todo a mí, borroneando
detrás de la página de cera, que fais écran. Ya nada digo,
concentrado, como digo, en este curioso movimiento: el
más extraño. Me arrastra como una visión a la esquina del ojo
a la visión más allá de la esquina del ojo invisible a los ojos.
La evaporada verdad que ulula en toda verdad, resonando
como una gran carcajada. La carcajada del grande uomo
bailando dentro del catafalco que es casa de locos y
vetusta casona inundada. Ahora miro sin distancia las hojas.
Río porque lo que me interesa no es saber. Ni la mano
que reposa pesadamente sobre mi cabeza, otrora espesa oh.
Adiós. Aletean el ala del pájaro, la aleta del pez, los rayos
de crayola del sol. No hay fin sino este ¡ah! al fin del fin.
Adiós, dije la última vez, escalón
que sustrae al escalón. Desnivel
entre el párpado y el ojo. La corneja
se desternilló. El gran tapiz resonó, violento-dulce, en el aire del: «No».
Me espera el espejo ?sonreí.
Adiós.



Poema Litoglifo de Rogelio Saunders



Isotropía: «Como es arriba es abajo».

Esto no sucedió en lo antiguo,
ni en el hoy esferoidal.

El inconsciente ?afirma R.? no existe. Es sólo ?agrego yo, R., su doble? la conciencia desdoblada.

¿De dónde partir? ¿A dónde llegar?
Wittgenstein o la escalera.
El andamiaje ?dice Einstein? que no forma parte de la construcción.
Sin embargo, A., el Escéptico, erigió sus historiadas catedrales con una regla y un compás. El compás de Einstein y la regla de Cartesius.

El asombro del compás.
Dazzled in front of Frame.

En esto del constructo hay algo medular y plutónico. Algo irresistiblemente final. Los astros disueltos, el cerebro excarcelado. La libertad deliberada.

Octavio Paz ?ese azteca que sueña ser un hindú, o ese hindú que sueña ser un azteca? ofrece, ofrenda, este pórtico: By passion the world is bound. By passion too it is released.

Las huellas se borran, el origen no existe. No nos hagamos ilusiones.

Logomakia del Esquizo. Esquizotimia del Logos.

En marcha.
On march.
En avant.

La jeuneusse se-dépérissment on-dit.
Let things just come and happen.

Figura en el tiempo
(como)
un carro de (estrellas) de (fuego).
En el cielo figura:
un plano es un plano es un plano es un plano.

El péndulo, el perpendéculo.
Ritmático y ridículo.
Chamánico y maquínico.
Meshiánico.

Pentesilea.

Compilaciones.

Where we come from?
From Nowhere.
Where do we go?
To Nowhere.

Hora de agradar. Hora de guardar. Hora de perseguir. Hora de testificar.

Algo redondo, como Meccanum. Algo tan sólido que sólo podría ser risueño: la esperanza, el sentido, el excesus.

Plus ultra antiguo. La moral es el cabello.

Pensar es aprender a morir.
Pero morir, ¿es aprender a pensar?

Fluencias.

Flujos y reflujos.

Confluencias.

Copia de un acta vernácula. Se habla de un reino. Alguno enloquece. Geometría de la selva. Colgar a unos centímetros del suelo es significar el cielo. «Como es arriba es abajo». Imitatio confusa.
Los símbolos no pesan. La gravedad es el sinónimo de la ligereza. La némesis de Narciso.

Apuleyo con su asno de oro, ¿no es Jesús triunfante, inimaginablemente pagano? Entrando en la Jerusalem Celestial con un carro de fuego, en todo igual a un anónimo campanillero de feria. Noli me tangere. La llaga que está afuera es sólo el ondulamiento voluntario del anillo de Moebius. Abigarramiento centelleante de las máscaras amontonadas en el templo. El levante y el poniente: fichas abrillantadas que caen tintineando (enchanting) a través del hastío.

Dios nos mira por el ojo de una cerradura.

Tal vez, como aduce Wittgenstein, no podemos ver a Dios porque no podemos ver la luz con la que vemos.

Pero, ¿y el rayo? Dios está de espaldas. Dios es dos o el Doble. La duplicidad, la fuerza, la antigüedad, los dioses. Dios es el Adiós. Dios pulula, como los semejantes. Él es lo semejante. La semejante extrañeza. Sobre todo él no existe. En efecto: huyó. Su estela es el mundo (the flag over the island). El proyecto más loco de las tinieblas.

Dios ???? mío. ¿Qué significa nada?

Oh dios mío.

Un grito en el aire.

Aaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyyyyyyyyyyyy.
Aaaaaaaaaaaaaaayyyyyyyyyyyyyyyyyyyy.

Óigase este consigna raigal en las tinieblas.

Tóquese la herida con la herida. La boca adherida a la vulva y la vulva adherida a la boca. Un logaritmo vulvar. Lingua vulgaris.

El sueño es fragmento.

La sentencia es lo que cuelga.

Phalus distraído o discantado.

El ahorcado es un pájaro en actitud de recogimiento. Un monje que ora en silencio dando la espalda al ocaso. El vasto mar del vacío lo soporta, lo trans-porta. Nada hay que agregar al mundo: está completo en su horror, como el cráneo-vacija de Inmanuel Kant, el errante. Expuesto e invisible. Orgásmico, orgonómico. Trigonométrico, isotrópico. La yacija euclídea, olvidada en un sótano, despedida, saqueada. El cráneo: el cronómetro.

¿Qué desamparo pudo originar ese grito?

Esto: no hay relación entre el desamparo y el grito.
Nada comulga.
Todo es como si ser fuera. Ha advenido el sí sin acento. Si interminable, si sin fuerza, si sin sonancia. Desinencia.

El alma se levanta y se va. El alma es lo primero que se ha ido. Antiguo no. Noidad equivalente de la adivinación, de lo di-vino.

Los pies inflamados, hundidos en la piedra. El falso infinito deslumbrante. El conquistador, allende el cielo, a través de su inexistente grito. No antiguo. Insistoria. Fojas miliares. El corazón maldito, el cogito milenario. De la estupidez infinito es el número.

Ein weltenbild: el sabio tocando su sistro impar, su violín de ingres. La realidad es más-realidad (rerum rarum) porque es hipertelia. Exceso puro. He dicho: sabio, como quien señala un cartel colgado en el saliente de un objeto antiguo, por olvido, por impaciencia, trazando una abertura infantil en la escarcha del vidrio. Dedo sagrado del idiota. La colgadura del colgado.

He dicho: he dicho.

«Estar en el secreto».

El violinista lleva colgado al cuello este cartel que dice: Un sabio.

«Los hombres cuelgan del mundo» ?dice el cartel que llevan colgado al cuello los hombres que cuelgan del mundo: los Antípodas.

El mundo cuelga: Globo del Ojo.
Denario dorado.

Los mímicos. Los mitoicos.
Raza perdida.
La armazón, el cordaje.
El crepúsculo, la perspectiva.

Si el Tiempo es un río, el Universo es el ápice de una aguja.

Dios ?el bufón, el manirroto? vela.

Los que no son sino polvo en el viento han consentido el martillo.
El arco de su gesto los ha cegado.

Una punta de aguja, voladora. Sémola en el iris. La estrella del vientre, confusa.

La construcción del artilugio ha sido sencilla. Postrado al final de un proceso que no es necesario describir, el muñeco (el monigote, golem o baphomet, joven dulcísimo) expira incesantemente bajo el doble cono vigilante de un reloj de arena. En un momento dado se coloca el cartel: «Como es arriba es abajo». Luego se coloca un velo piadoso sobre la evidencia de la descomposición, que es ya inminente. Hecho esto, se asiste en silencio a la representación, a lo interminable que late tras el final, con sordo ritmo pneumático. Es entonces que empieza. La máquina perpetuándose en la nada. El metrónomo olvidado de la música: tan sin memoria que sólo se conoce y se desconoce a sí mismo. Lo que ningún pensamiento puede durar, helo entonces aquí, enfrente del humo. Diluido testimonio en que los huesos son hilos. Como si hubiera bebido el residuo durante toda una noche, la gran cabeza dorada emerge, espléndida como el sol bajo el agua. Metamorfosis indescriptible. Firmemente asentado sobre sus extremidades inferiores, tortuosas y descomunales, el monstruo se encorva bajo el peso inefable del arcoíris. Mira con unas cuencas vacías la ondulante vastedad que se extiende en todas direcciones como un confluencia sin movimiento y sin límite. Y echa a andar con paso inequívoco hacia no se sabe qué crimen inevitable.

No: el ocaso no es lo antiguo.

Yo soy lo antiguo.

Yo, el nacido-en-muerte.

El hastiado, el maldecido, el expulsado.

Condenado a la lengua.

A proyectar una sombra.

A habitar y a ser deshabitado.

Morador sin morada.

Hijo sin padre y padre sin hijo.

Yo soy el que soy: el dios solitario.

Nadie me toque.

La eternidad es huída.

Es, pues, el Adiós perpetuo lo que habito.

No doy: niego.

No sirvo.

No existo.

Nadie sabe lo que digo cuando lo digo.

Este trazo es una burla. Esta huella es una intersección momentánea de la nieve y el aire. Un punto que se irá confundiendo con la lluvia. Una gota.

Este espacio en blanco es sólo este espacio en blanco.

Antes o después: «Como es arriba es abajo».

Cuervo, rabino, salmodio:
Nevermore.



Poema Ensemble/semblanza de Rogelio Saunders



La hija acompañando
a la madre
cuya primavera
ha pasado,
es como el verano
acompañando al invierno.
El calor y el frío
dialogando.
Policromos vasos de vidrio
con vuelos de holanda y tersuras de pollock.
El hosco Cernunnos en la corteza del árbol.
El rizoma lucíneo
apaciguado en la sombra.
La hija, su perfil de pez
flotando entre las hojas centelleantes.
Su vientre prometido y postergado.
La madre lejos, hablando
ya como desde lo invisible:
la lenta locura del rezo.
Madre e hija ensoñadas en la tregua,
gastadas por lo inmemorial del uso,
como instrumentos
de flagelación indolora.
Madre e hija bajo los vestidos
perennes e intercambiables.
Música para nada.
Follaje para ningún animal,
simplismo de los estamentos.
Los distraídos loci danzando
como locas lentejuelas
alrededor de la boca.
Vergüenza de la estrella.
Agua, del manantial a la boca.
Entrecuerpo victorioso
sobre el altar de la reminiscencia.
Vaciado del jarrón en el torneo
inefectuado: manos
más que silenciosas yendo
de un sobreentendido a otro
sobreentendido. Alegres
comadres de Windsor bajo los almendros.
Y la lluvia que no llega.
Después oscuras rimando se separan.
Hoy no es hoy. Lo muy difícil,
lo casi divino
de esa risa,
de ese abanico pequeño o juego
de cartas en el cuenco
de la mano: mandarín chino
de porcelana, budha de jaspe
sobre rubí enmarcado
por dos mil años terriblemente
sencillos. Simpleza de la espada.
La plata azul, la seda de los ojos.
El canto de la primavera.
Los muslos de oro del mirlo
subiendo desde el occipucio
de nieve. El prepucio blanco del tordo
cortado por la brevedad del hacha.
La risa del decapitado
en las uvas hinchadas del invierno.
Senos de rosas dulzonas
bajo el esternón lechoso de Roxana.
El espantoso chirrido de la sierra,
el mundo que avanza
y retrocede: oh el astuto.
Mientras cae el aceite (la manteca)
sobre la mano castigada,
bruñida por el eterno retorno.
Coral de niña, abierta
como una O franca,
sin siesta, sin fiesta.
Pura matria jugosa sin ola.
Pero adentro está la ola
agazapada.
Adentro está Jonás, el elusivo,
acariciando las barbas de ballena,
y cada caricia es un estremecimiento
de marfil que une los dos polos
como dos ígneos pájaros desconocidos,
dos oficiantes que sacrifican y desgajan
en la elocuencia masturbatoria de la ceniza.
Coito: in-tro-i-to.
Erotizadas escaleras de limo
por las que resbalan las máscaras uxinas,
los sentidos primariamente dobles,
el chronicon y la palmatoria.
Era ?dice la madre? en Valcamónica.
En el desierto estas cosas no suceden
?dice la hija.
O así dijeron
los que desde el principio lo vieron
con sus ojos
.
Aproximaciones huecas.
Húmeros secos, chupados
hasta la médula.
Madre e hija: pez y anzuelo.
Magnolias en el sextángulo pedregoso.
Próximas como invierno e infierno.
Remotas, azules
o casi azules. Purpúreas
y quizá marmóreas.
Oh corazón.
Cuán desesperado.
Lo perenne: esta cabeza
dolora e incolora,
este dia-logos ilíneo,
absurdo
como baile pontifical.
Natural placentario
por el rabillo del ojo resbalando.
Rayo de moribundia
(sirtos, sirtes, sistros)
como el pan sonriendo
al vuelo,
el horno absorbiendo el falo.
Fathomless ?mastica, tritura, traga,
glute y deglute, absorbe y reabsorbe?
la hija glándula,
quieta en la locura divina.
La madre hablando muerta
entre flores muertas.
Muerte floral del vientre
abierto en dos como la flor de mayo.
Llegando instantánea a todo corazón,
al corazón del Todo.
El blanco temblor del ojo,
curvo, continuo y ciego
ante el semblante callado de la noche.
Adiós, muchacha.



Poema El Camino A Casa de Rogelio Saunders



Vivir la vida,
¿no es cruzar un campo?

Perplejo ante
la abrumadora
sabiduría de los muros,
trató
de volver la vista
atrás, hacia
su vida
oscura o clara como un
túnel. Deslumbrado
por el sol de invierno.
Olvidado como
el yermo espacio de juncos
entrelazados sin futuro
con la tierra negra.
El largo,
desmesurado camino inexplicable.
El hombre-simio recorriendo
con terror los campos desiertos,
el espacio infinito,
entre centelleos,
entre gritos
de devastación
salidos
de bocas pálidas,
de mudas,
sigmoideas cabezas repetidas.
No había nada.
No hubo nada.
Sólo
la casa vacía, el
vacío espejeo
de las manos. El sórdido
ajetreo alegre de papeles
revoloteando alrededor
del hacha. Los lentos
y feos edificios curvados
bajo el denso cielo.
El camino de hierro
final, el vertiginoso
fracaso. El humo
de los ojos que,
preguntando,
parpadean.
Un balbuceo
como de niño que sueña.
Un dedo que ondula
en el vaho. El paso
urgente no sujeto al hogar,
fortuito
como un beso:
esa cara
es la mía.
En la multiplicidad
del rezo,
la boca sueña.
Hay más cristales enterrados
debajo de los cimientos
del puente,
de los que puede contar
el ojo del hombre.
Todos los días
son el mismo día.
Todos los rayos
parten en dos el mismo ojo
que gotea.
La mano restaña
la herida del ave
con desgano
o reluctancia.
El caminante grita perplejo.
Cae como un badajo el:
«No he vivido ahora».
Pero, ¿quién ha vivido?
Nadie sabe
a dónde va la mano.
La boca
habla para sí misma.
El sordo sonido sacude
los pastos amargos.
híbridos, sin oportunidad.
El ilusorio cristal vuelve,
la historia
se repite.
Llegado a un alto
casi final al absurdo
pataleo o carrera,
todo se levanta
como un gran muro invisible
fabricado por fantasmas.
¿Cuál era tu casa?
¿Quién hizo
todo esto?
¿Para qué? ¿Cuándo?
Ritmo uniforme que va segando
las pálidas,
orgullosas cabezas
con aburrimiento
metódico,
al término de un aquelarre
descolorido,
digno del movimiento
sin defensa.
Látigo acabado en codo que cruza
la cara: el quebrado,
irreconstruíble
espejo.
Las absurdas palomas
pegadas
como manos
al cristal fallido.
El sordo
goteo en la
vastedad vacía
de la ajena casa,
construida por nadie
para nada.
El silencioso
páramo de los sueños
cruzado
por el relámpago
de la risa.
El miedo
antiguo como la voz pánica
que canta sola.
Escalofrío
del shakuhashi.
¿De qué trataba
todo esto?
La madera se curva
vencida por el peso
del agua.
La erizada
cercanía de los campos
y su imposible sueño.
El movimiento
ridículo como una
escaramuza.
Confusión
amarga o
meramente ingloriosa
de noche y día.
Noche y día
las manos en la cabeza.
Los pies
sobre la tierra cruda.
Diez mil años
para saber esto,
con certeza de brocal.
Nuestra vida es como una
batalla
entre los cuernos
de una serpiente.
Los huesos entrechocan
en la mano inmóvil.
El final
no es amargo
ni sórdido.
Es como una
conversación junto a la ventana.
La oblicuidad
del cuello
lo dice todo.
Hay un ojo despiadado que mira
desde la contraventana.
Ojo de pájaro.
Ojo inmóvil que de
limita.
Creeríamos
que estamos enfermos
sólo hoy?
Qué sólo
hoy supura, jadeando,
la garganta,
rehén de lo desconocido
en pos del desviado ojo?
Oh las flores
de papel.
Oh el rostro
acanalado.
Todavía
corre pero ya
sin el salvaje miedo,
pues lo desconocido ha sido
sepultado por la grisura
de las ciudades.
El tren sigue su marcha,
borrando la encorvada espalda
o lomo
engrosado de escarmiento.
Pero el ojo,
mudo en su cuenca,
abultado de horror,
sigue fijo en el aire,
en el espeso
jarabe de sueño y nada,
viendo la huella roja del camino
y el trazo
fulgurante del relámpago.
Libre y muerto para siempre bajo
los pálidos,
derrumbados abedules.



Poema E. L. L. V de Rogelio Saunders



La historia de una mujer
está en sus labios.
Mira la cabeza
de Jannine
contra
el muro ciego
del patio.
Su cara ennegrecida
por la luz.
Sus ojos cercados
por la sombra: a
sombrados, sin
conciencia
de ser
bellos o
cualquiera de esas
magníficas e
inexistentes
cosas
idio
sincrásicas.
Jannine
es una
muerta que sonríe
en sueños.
Un pez
de partes negras.
Cabestro
de negra pez,
de oscuro,
adensado
deseo
bajo la axila.
Döbling
gänger
fisch: doblemente
vacío,
allí donde se hamacan
los arlequines
bajo el sombrío
mandato
de un gancho
de carnicería.

No está bien
que nos adurmamos
en la música.
Como no sea
el repiquetear insonoro
que baja como un trueno
por la correa parda sujeta
a la vieja curva
del tobillo,
al enfermo
remedo de tobogán
asesino de sueños.
El payaso imperfecto
amo y señor
de todos los tableros
deshabitados.
Castigador de la informe
polilla y su frívola
canción de alezna
y polvo.

Los codos y las rodillas
de Jannine: el puro
tránsito de la lengua
rebosada de hormigas,
máscara y lengua de sueño,
tránsito puro del noverbo
en la espesada
selva del escritorio.
El artefacto símil
del tren eléctrico en el escaparate
de la tienda,
junto a otras máscaras y otros
sueños de aire, gestos
inacabados junto
a bocas que cantan y que piden,
redondos muñones como
mazacotes húmedos,
costras que no tienen
conciencia de un horno,
pálidos saludos de muchachas
espesadas en la espera,
inmovilizadas por el deseo
como
magníficos
inmensos
depósitos
de libido
sin uso,
bellos hasta lo insoportable.

El informe poder inane
perseguido por el ojo
en declive, ojo en
derrota. El compromiso
con lo innecesario
y el charco con gotas
de aceite como gordas
pepitas raspadas
con furor opiáceo.
El anhelo de la torre
dentro del sueño del agua.
El sexo que nada
con grandes orejas de monja
entre las crudas anémonas.
Jannine sin cuerpo y sin nombre,
sin obra y sin final,
sin espacio, sin
siquiera el sustrayente sin.
Jannine desprovista de
moribundia mínima
o
mediocridad fecunda.
Sin eso. Ni
siquiera eso.
No, nada. No
sobre todo
eso.

Las piernas cortadas
del enano
avanzan en la estepa.
El ajedrez verdinegro
de la estopa
y el hilo crudo
del trapo.
Es el cortacielo
aliado con la cantora ciega
que hunde la uña exorbitante
en el fastidioso
chirriar del organillero
mecánico
dentro del rodaballo.
No hay ninguna
verdad que referir.
Esto que leo
escribo es tan falso
como todo
lo demás.
El sexo sin sexo
tras la barrera
opaca del cristal
doble, rayado
por la lenta lluvia
de lo inexistente,
del persistente
perecimiento
de todo
lo que muere
sin fin alzado como
un
ralo
bosque de juncos
junto a la mano que pide,
curvada
como una nariz de bruja
con la gran verruga
burlescogrotesca
y
cómicoluciferina
en medio
como un ojo
oblicuo.
Sexo total
que dispersa el cuerpo
de la realidad en polvo
de oro. (En poudre d?or.)
Vivir lo falso
hasta el fin
como lo único
verdadero,
ajeno a toda
mitología,
a toda
conclusión
rentable,
?luminosa? o
?pura?.
Pobre Balthus.

El hablano
bruñidor del bálano
entre dos piedras
de órgano, con ese
impagable olor
de lo húmedo. De
infancia y
fracaso,
de sol único, y escozor
torturante. Sol señorial
y tiránico: pasto
de la derrota.
El sexo verde y el
verde
de lo verde, el
verdinegro sexual, altamente
creador-destructor bajo
los párpados
soñolientos
que destituyeron
o, por así decirlo,
aniquilaron
toda música.
El rostro abierto
como un gran tajo
de labios rojiblancos,
tumefactos, hinchados
por una verdad
nohistórica,
sin valor alguno,
buena para nada
como
la
amante-prostituta
recostada a la farola
al fondo
de todo blues.
El rostro de la muerta
flotando en el vacío
de neón, profundo
como el cansancio
que aparta los dientes
como bastones
en un remedo de risa,
descomponiendo
la boca,
desmigajando
los labios,
mientras el grito
insonoro
se prolonga
como un túnel.
Es el túnel
del ojo
desprovisto
de mirada.
No ciego.
Sin mirada.
No cerrado.
Sin mirada.
Ojo sin ojo.
Y la música
intocada
del día negro,
centelleante,
lleno de miles
de invisibles
rostros.
Los grandes
labios elefantiásicos
aleteando
contra el cielo
con rüido
pre-histórico.
Los corrugados pies
bailando un baile de niños.
El paso casi brioso,
con la hueca cabeza
arriba
llena de la nostalgia
de la antigua magia,
impulsada
por lo que ya no funciona,
ebria de polvo,
de muda desesperación,
de olvido y olvido
del olvido.
Más equivocada que nunca
en su diálogo
con el firmamento.
Cabeza humana, paso humano
asombrosamente
erróneos.
Y al fondo los temibles
los imparables
carrouseles y su cohorte
de luces, de caballitos
y de ángeles.
Perdido mundo infinito,
infinitamente perdido.
Nadadigo
bajo todo lo que dice
abrumadoramente
mudo.

Ya sé
que no crees.
Y haces
bien: no creas.
No hay nada que creer.
No hay nada que imitar.
Pero allí
comienza todo.
El golpe
repetido en la
protofigura de estopa
que duerme en el polvo.
La locura del labio
que sólo piensa
en el regreso.
Fijo como una
mirada sin ojo,
no oye el silbato.
Quisiera cantar ?dijo
el cristal de invierno,
los campos
melancólicos, la
fresca memorabilia
de las piernas.
Pero soy, ay,
incapaz de todo eso,
preso del plomo y de la
rabiosa lluvia
de lo frívolo.
El mundo se derrumba
sin un quejido,
como un
fallido clown que no ha
pagado sus cuentas,
aniquilado por la implacable
y triunfal rosa de cartón
y fieltro
de los acreedores
secundados por turbios
animalejos mecánicos.
La electrónica triunfa
?remeda, finalmente, patético.
El digresivo
mundo floral, la oficinesca
y monstruosa
celulosa
se extiende como fuego
líquido. Todo
sonríe.
Es imposible
luchar contra lo eterno.
Ese
remedo de rosa,
esa
indescriptible
cosa milenaria,
ese
péndulo en punto
muerto
del rostro-sexo,
del cuerpo-rostro,
lloviznando
sin parar
en el confín más alejado
del universo,
barrido hasta la hez
por lo que no termina,
infinitamente
inacabado.
El cuenco, que no habla,
pre-domina.
Seguirá atrayendo,
con rüido casi alegre
de tubo de escape
de motorcicleta.
El ronroneo
intrascendente
que señorea
en cada centímetro
de la boca. Atrayendo
para siempre. In
concluso mas
imperecedero.
Con
gorda, oscura,
invisible e
invencible
risa
de colodión.
¿Quién ?exclamó
lo hubiera
dicho?
La, sí,
la
incognoscible,
la
Anodina…



Poema Desexilio De Diógenes de Rogelio Saunders



Me escapé
del interminable
cañaveral,
y ahora estoy
mirando la
oigopa
de antiguos parapetos,
los
pastos verdes sin fin
bajo los cuales
sin duda
fluyen también
el silencio
el olvido
y la sangre.

Nada cesa
aquí
donde todo
de algún modo
ha muerto.
Hay un pueblo invisible
bajo los rieles.
Canciones nocturnas
que ascienden
como fuegos fatuos.
El rastro
de fuego
de la poesía
es un gran peso muerto. El
insonoro cadáver
que arrastra un pálido
asesino,
indigno del antiguo
y fiero
oficio
del guardabosques.
No hay ninguna hacha
enterrada
bajo los abedules.
Sobre el relumbre indiscreto
del paisaje
fluye, como una marquesina,
la vieja
consigna: Tempus fugit.
Rostros antiguos
y vacíos. Excavados
por una angustia
demasiado
sostenida,
por un sueño
demasiado vasto
y confuso
y sórdido. El
sueño del corazón
hinchado
por el ansia romántica.
El tullido
yo errante de las alcantarillas,
la
indetenible
sombra de nerval con su
desarbolado
albatros-langosta,
pasando junto a un
chansonnier que silba,
último hombre en pie,
soberbio,
con la giganta-niña
a sus pies,
ahíta de semen,
oh noche impar de la hecatombe,
del gran toro ciego que baila
dormido en medio del aguacero,
perplejo entre los barriles que ocultaban
a la gorda dietrich de su amante
tuberculoso y epiceno,
hoy más que nunca tú eres eso,
tú, la charca, la claridad
glauca de la epidemia,
el sol amarillo flotando en la
sorda pupila del judío
de nariz hinchada,
roja contra el cristal sin brillo del bistrot,
grandioso incomprendido vástago del
siempre póstumo
papa goriot
solo en la estepa veloz
con su caspa de hielo y su boca
indescriptible
abierta
y muda.

Ya sé que nadie
podría decirnos
quiénes somos.
Mudos y anónimos
entrechocamos los codos
insomnes
en la barra inexistente
al sordo desleírse de pasos
de caballos
que tampoco existen.
Hay huecos de obuses
por todas partes,
y el brillo dudoso
de las alcantarillas.
Ese hedor temible
hoy sin valor alguno,
al cabo de todas las tragedias.
Como si hubiera
inadvertidamente, advenido
una tragedia última
de colosales
dimensiones
y de
incalculables
consecuencias.
Tragedia
invisible.
Muerte
invisible del hombre,
cambiado en símil,
en puro de
signio nimio. En
tintineante
círculo de latón
que
rota y ríe
callejuela abajo
perseguido
por una muchedumbre
de números.
La gran cara del payaso o
simple
clown de invisibles
rayas. Rayado
por el retardado
sol, caminando
hacia atrás
o
desesperadamente
hu
yendo con
todos los
invisibles otros
de ansiosas
bocas sedientas, de bocas
de guillaume, de caras
rajadas a cuchillo,
distendidas
a fuerza de olvido,
de inimaginable
lentitud
y sequía,
y sueño
de entretelas,
de fulminantes
fardos
caídos a destiempo
y de
fragorosas aceras
que avanzan
hacia el vacío,
llevando enseres
opacos, y listas
agujereadas,
como
artificiosos
restos del día.

Las aves
y las rosas
electrocutadas en los alambres
ladran un discurso
sin sílabas
a la luna de cartón-piedra.
Diógenes ha vuelto
con una linterna
de luz negra.
Lo siguen cinco estúpidos
alabarderos mecánicos
devotos de sturlusson
y su inútil
balbuceo en la estepa,
en el ondulado
zinc de grandes batallas.
El arte de los bardos
ha muerto en la celosía
de los almenares.
No legaremos nada
a nuestros descendientes.
Elevaremos
a magi y sacrum
la imitación
de las bacterias,
pequeños y victoriosos
como siempre
en medio del charcutante
doppeluniversum.
El hilo rojo nos guía
por entre la selva oscura.
Pero también
de él prescindiremos
en el instante
salvaje de la libertad.
Los que deben morir
morirán. Y des-a
parecerán.
Es así. Será así.
Ya tenemos
la mirada rapidísima
de la rata
y el olor eterno
de los suicidas-niños.
Miro el alba
con mi falsa cabeza
de bronce
y mis ojos
completamente redondos,
rectilíneos-esféricos.
Todos los héroes
han muerto.
Las mariposas de hojalata
vuelan con rabia tornasol
sobre la derruida
tumba del ídolo-cometa.
Su risa roja, enorme
mueve con trazo negro la
pésima ola que encalla
una y otra vez sobre la misma
solitaria péndulaymaderamen.
Con increíble
dificultad la insomne
cabeza inicia un canturreo
que acaba en seguida en
gulp
cadavérico.
El sueño del clinamen
tiene los ojos en blanco.
Los adolescentes psicopompos
humedecen sus dedos blancos
en la blancura estremecedora
que empolva los jubilosos
esqueletos.
Sonámbulos, recomienza la danza.
El triángulo vertiginoso.
El agua verde y la luz tendinosa
se cruzan bajo el cerrado improviso.
Los campos negros reaparecen
en lontananza
cantando la guerra y sus torvas
figuras de cartón
apedreadas por el viento.
Pasan los peregrinos silentes
borrachos en la luz negra del alba.
Con fijos ojos de greda
Diógenes mira la hastiada
silueta de la tumba, y el brazo
fantástico que divide
el mar infinito de olas de hielo.
Cruza los pies engualdrapados
en mezclilla, y bebe de la botella
de los condenados,
con el glog-glog con que se escurren
por el caño de plomo y cinabrio
todos los sueños perdidos,
y el lejano
sonido de flauta del cristalero,
tijera en mano,
intraspasable como la hilaza
de ceniza y fría cabeza de muñeco
del laberinto.



Poema Berlín Infuturos de Rogelio Saunders



(Berlín) infuturos

Las grandes ruedas se detuvieron
pero el odio continúa.
En el poema más perfecto
es falsa una línea.
Berlín: ciudad abierta.
En la oscura madeja avanzan
lentos-rápidos trenes.
No somos (nunca seremos)
como ellos.
La rubia de labios morados
saluda desvergonzada al general
disfrazado de cameraman.
En el arco invisible donde hubo la mano
aún vendrán los ataúdes.
Los borrachos con grandes vasos de cerveza
en equilibrio sobre el amasijo de cerámica.
Ellos no son (nunca serán)
como nosotros.
Salvo
que no hay ningún ello
o un nosotros.
Sólo el no-ello
y el no-nosotros.
Los rieles con las cabezas cortadas
y los edificios de hielo.
En la niebla negra de los campos
grandes ratas retozan
con un hilo de sol en los dientes
afilados
allende el rosáceo levitón
que restalla en la cuenca de lija del ojo.
El ayer es ese humo
que despiden los canalizos.
Los patios ensobrasados de historia
donde lo histórico
es la desaparición.
Íbamos por estas calles cenizosas
como fantasmas pisoteados
por lo imposible.
Las antenas ahora se levantan como uñas
en la carne sin forma de los edificios.
El cielo es el gran vacío-ojo de hebras rojas
que de golpe puede
tragarlo todo.
Continúa el comic,
las figuras a punto de cruzar una avenida
y las grandes vigas balanceándose
perpetuamente entre el azul
horriblemente falso de los cristales.
Continúa la gran risa
como una gran rueda
que nada puede detener.
Los gigantescos obreros que Marx edulcoró
son la materia prima del fascismo.
El gran cielo de Berlín
es como la boca insaciada
del futuro.
Los pequeños hombres mueven sus antenas
de hormigas
contra el fondo aguachiento
de la ausencia del mar.
Es pues imposible volver
y todo espera
como en ninguna otra parte
el golpe promisorio de la ruina.
El viento arrastra los rostros como hojas.
El carnaval en blanco y negro
no cesa
y puede oírse el galope de caballos
a través de las mudas puertas
no destinadas a cerrarse.
El gran viento perpetuo
arranca los calendarios de la pared.
El viento-tiempo es un continuo
de dos dimensiones
idéntico al paso amarillo
de un tranvía.
Ese que saluda allí
colgado en 1930
no ha muerto todavía.
Me mira y sé
que me conoce, apretujados
ambos,
ojo con ojo
en este andén de 1880.
Es imposible volver
pues no hay historia
a la que volver.
Ella es (falla o clinamen)
irremisible.
El discurso es el sobrante
que baja por los canalizos.
Los ojos y manos
también
vencidos
por el golpe de insomnio
de la ruina
y por el cielo
que no tiene fin.
Es ese fin sin fin
hacia el que todo
fuga
lo que mantiene
la risa perpetua
y el incesante martilleo,
los habladores parapetos
del carnaval,
el arlequín de ceño despejado
con la cabeza partida en dos
como una marioneta
del kabuki.
Sabido es así que subir al tren
no significa dirigirse
a ninguna parte.
Bajo el cielo no redondo
no hay partes.
Sólo la anárquica partición
del mediodía,
la catastrófica desmesura
de lo histórico.
Aquí, donde todo es medida,
reina la alucinación perpetua
del homo.
La historia coincide
con el gran vacío
del cielo
que se repite en el embudo dejado
por cada edificio.
Todo fuga, continuo.
Todo se descamina sin regreso.
La falla o corte
no destruyó nada
sino que lo mostró todo,
ni falso
ni verdadero.
Abierto a lo abierto, fugacidad continua
de lo sólido.
Los ojos golpeados por la luz
son como los cuerpos grandes ruedas.
El cielo rueda y fuga.
Los campos ruedan y fugan.
Los pasajeros apresurados
ruedan y fugan
centrifugados
por la velocidad,
alzados y diseminados
por los infuturos.
La sombra de la gran máquina
desciende con los desesperados
despojada de sí misma
a donde todo es despojo.
Todo continúa
enlistado por la falla
ni cerrada ni abierta.
Lo fabuloso es esta
prostituta que espera
en pleno día
ni cerrada ni abierta.
Oh homo, grita el humo
tan lejano del homo.
El cielo abierto grita
y no hay tragedia,
no hay historia ni rostro.
Sólo la pequeña música que susurran
las ruedas dentadas.
El cuchicheo-mordisqueo
al fondo de los teatros.
Los vastos paisajes
desmenuzados por el viento.
El golpe de semen de la gota
contra la ventana.

Los rieles, los rieles, los rieles.



Poema Acerca Del Instante Y El Espacio (o Del Ser Entendido Como Transparencia) de Rogelio Saunders



Como en un bodegón flamenco, dispuestos
sobre una mesa (una mesa
imaginaria, que es
y que no es: un plano
de consistencia
): papas
fermentadas por el calor,
diminutos quelonios de color de ciénaga,
el acre olor insituable del verano.

Arriba: la viga inmóvil.
El denso espacio vacante y su oro,
su incandescencia, su silencio.
Muertos locuaces congelados por el ardor,
por la impaciencia que selló sus párpados
como se sella una carta que nadie ha de recibir.
Allí, en el cenador acristalado,
con sus diez mil reflejos que son
el éxtasis del sol, su despedida, su ausencia.
Allí la luz es cristal (triángulos, hexágonos, fragmentos),
rayos detenidos en pleno movimiento,
e infinitamente en movimiento en forma
de zigzagueantes y agudos centelleos: la catedral
estallando sin fin como la voladura
de la cantera en piedra que ilumina:
piedra hecha de luz y luz petrificada.
Allí el sol es el hueco negro de un sombrero.
Nunca más el disco de lava puntual,
la asombrosa derrota del crepúsculo.
La hueca luz es ahora providencia y casa de espejos.

Los que danzan en el césped verde
(que a veces es violeta y también rojo)
son habitantes de un país de ensueño: ingenuos
holandeses
con sus trajes polícromos de la Edad Media.
Más que bailar, levitan.
Levitamos con ellos, fascinados
por ese pintoresquismo familiar,
por esa otredad entrañable que tal vez
es la del teatro de sombras o de marionetas.
Fábula mítica hecha de mimbre y paño.
De colores puros y del olor de la madera
recién cortada, recién bendecida, recién barnizada.
Olor del invierno esta vez, donde el calor
es igual a la intimidad y el vino
a las palabras que todos piensan y que nadie pronuncia.
Sonido de campanitas lejanas,
de cuentos de Navidad (subyugantes y horribles),
y de los altos abetos y de los hombres de paja,
con la pálida luz de las colinas y el río que transcurre
?opaco, doloroso?
bajo el arco de un puente que vimos o soñamos.
Suizos, daneses, luxemburgueses y noruegos,
con gordas caras sonrosadas de viejas sirvientas
como si fueran los entes (coloridos y risueños)
en los que el sol, allende el sol, se ha transformado.
Mundo de tela que habla.
Mundo contrario y el mismo.

Aquí, la noche. (¿La misma?)
El bodegón flamenco donde el calor es el frío,
la humedad infinita de lo olvidado.
El barroquismo de la nada, la acumulación
incesante de lo imaginario.
Allí donde no hay nada, todo es posible.
Lo imposible se retira, el sol se oculta
en el clímax del sol, en la sobreabundancia
de lo imposible.
No hay sol: nada es imposible.

Dos cambistas se inclinan
sobre sus manuscritos contables.
No la historia de la óptica, sino el rojo.
La precisión del detalle, la espesura de los signos.
Astucia o sutileza
infinita del gesto. Espacio
que nos atrae como un abismo cuya substancia
es el color inmóvil pero vivo:
el contorno trazado por el vértigo
de lo natural hecho sobrenaturaleza.
El naturalismo, bien entendido, es eso:
un vértigo como una scienzia,
una ignorantia como un conocimiento,
una fe en los ojos como una ceguez homérica.
Ciegos, nuestros dedos irradian un contacto divino.
Ciegos, también, cuando nuestros ojos palpan.
Ojos que recorren la imagen como un cuerpo.
Dedos que subtienden el cuerpo como imagen.
¿Acaso no hay, en una sola
gota de agua, infinitas gotas?
Pintar el mar gota a gota: intención
admirable, propósito imposible.
Pero la lluvia está allí, cayendo sobre el puente
coos complicado.
Más sencillo y menos simple.
Más evidente y menos verdadero.
La seguridad del sonámbulo (dijo alguien alguna vez)
proviene de que sus percepciones
no son interferidas por ninguna sensación,
por ninguna enseñanza, por ningún significado.
Esto hay que dejarlo resonar, inconcluido.
Como sucede con la palabra realidad
una vez que se ha suprimido el énfasis que la hacía posible,
equivalente del ur y representante del Edicto.

Es aquí, extrañamente aquí.
No un aquí sin ahora: algo más extraño.
Un vuelco de los ojos
hacia la insubstancialidad abismática de los dioses.
Una apertura de la mente (de la sensibilidad)
hacia la ausencia sin límites.
Lo demasiado abstracto
es inocente e inquietante como la carne de un niño.
El novum tiene la involuntaria sencillez de una sonrisa.
No será entonces (todavía
cabalgamos en símbolos), pero eso
es lo que puede verse
a través de los objetos,
de las cosas transparentes.
Ya que todo está aquí
reunido, envolviéndonos.
Esta atmósfera misma
es el significado del Tiempo.
Mas, ¿dónde está lo desaparecido,
lo que soñamos ayer, el laberinto y el árbol?
El mundo mismo es el espacio vacante,
aunque no podamos comprenderlo.
El simple más que ríe burlonamente en lo oscuro.
El bodegón inmóvil donde todo burbujea,
interrumpido por el parpadeo que subdivide los segundos.
Toda afirmación, allí, no puede ser sino una pregunta.
Como en la metamorfosis sucesiva de los temas
o de los motivos de una sinfonía.
Donde todo se pone en marcha y nada avanza.
Donde todo, sencillamente, se encamina.
No hay movimiento: sólo metamorfosis.
La mitad de un desplazamiento imaginario
y la mitad de esta mitad, infinitamente.
Inter alia: paseos en el spatium.
(Paseos que, en realidad, van desplegando el spatium.)
Entre un pensamiento y otro,
nace la cosa mentale.
El hundimiento de la existencia que hace
perceptible el instante.
Vemos. Pero, ¿qué vemos?
La fermentación fecunda, oímos las voces.
Todo está vivo, hostil o entrañable.
Humano, siempre demasiado humano.
A través de lo inverosímil o de lo fantástica
mente pintoresco de un carnaval en la nieve.
Todo se hunde porque todo permanece.
Todo desaparece porque todo persiste.
Todo está suspendido, navegando en el tiempo.
Disperso como los cristales
de luz del cenador constituido de reflejos
donde el sol es la instantaneidad de lo que no ha sucedido.
Oscuridad cegadora cuya aspersión, siendo infinita, no termina.
No hay centro ni origen.
No hay progreso ni historia.
Pero los dioses
seguirán existiendo mientras exista el sueño.
El sueño es la puerta mágica que nos une
con nuestra cantidad de desconocido.
Suspendidos en nuestra noche
y aún más absortos en el día.
Engendrando la geometría con un ojo
frío y sobresaltado.
El exaltado ojo en éxtasis del Observatorio.
El ojo ciego y vidente, colmado y cóncavo.
El ojo doble y único del instante
y el espacio: cadencia
del vértigo donde nada se mueve.
Vitral transparente de la mente (ese
confín de confines),
cuyos pedazos vuelan sueltos en indecisión eterna,
impulsados por el más allá
de su silenciosa insistencia cristalina.
El mismo más allá que ha dado al sueño del mundo
su realidad autosuficiente y dolorosa.
Y por la cual el mundo, siendo la Presencia,
es lo ausente, lo incomprensible, lo inhabitable.
No es que la vida esté en otra parte,
sino que es el mundo mismo el que está en otra parte
estando en todo momento delante de nuestros ojos.
Falsos profetas o locos, conscientes
de una verdad indecible, permanecemos en él.
Ni celebrantes ni cínicos,
ni resignados ni hipócritas.
Simplemente permanecemos en él,
mientras nos nace en el rostro
algo muy semejante a una sonrisa,
pero que en realidad es el movimiento
total y sin consecuencia de la mente que ha comprendido.
Que ha estallado, que ha enloquecido.
Mente girasol o mente remolino,
idéntica al sol-histrión que ilumina artificialmente.
Pero la luz es real (o mejor dicho: transreal)
como la mente que la nombra. Salvo que la mente
es ilimitada: space pantin
que puede confundirse con una claraboya,
con un avance del mar, con un olor indescriptible.
Con todo lo que fermenta,
lo que muere y lo que resucita.
Su permanente despliegue, ya se sabe, es locura.
Pura locura del pintor que se extravía en el detalle.
Y sin embargo, allí están
las cosas transparentes,
las cosas máximas allende la explosión sin tamaño.
Allí está la cabeza del salvaje, balanceándose como un pino.
El testimonio visible del viento
dando contra la ropa tendida,
haciéndola restallar con una resonancia pura.
Eso: la ropa que danza
y el viento que suena.
El instante y el espacio
como el latir de un diafragma.
La huella ensoñada del pintor
desdibujándose en la nieve del cuadro.
Nada más que lo que es (que lo que está):
incesante, transparente, sin límites.



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