Poema Canto Xv de Vicente Gerbasi



Sí, la noche sostenida en las grandes hojas espesas,
en las lianas que bajan hasta las aguas negras,
como lentas serpientes encantadas por los brujos,
en los brillos que huyen como soplos azules,
dando un temblor fugaz a las ocultas flores,
te dio el secreto antiguo de mi ardorosa tierra.
Tocaste las raíces, las piedras y las frutas,
abrazando los árboles, corriste por pantanos,
penetraste en las cuevas, heriste el armadillo,
que semeja un cruzado de bruñidas corazas,
perdido en las penumbras de la selva y el río.
Viste las madrugadas de las lluvias calientes
y oíste el murmurar de árboles y animales,
ese reclamo eterno de la tierra en la noche
que a veces llora y grita y ronca en la pantera.
Y viste el estallido de las grandes semillas,
y el nacer de la hoja y el abrir de la flor.
Y hablaste, circundado por venados atónitos:
?¡Ampárame, oh tierra maravillosa!
Yo me estaré contigo adorando tus peñas
que en las penumbras tienen rostros de nuevos dioses.
Yo vengo de los puertos, de las casas oscuras,
donde el viento de enero destruye niños pobres,
donde el pan ha dejado de ser pan para los hombres.
Yo vengo de la guerra, del llanto y de la cruz.
¡Ampárame, oh tierra maravillosa!?



Poema Canto Xiv de Vicente Gerbasi



Áspero cuero de tigre,
estrellada lentitud de arqueado lomo,
fuerte cabeza insomne,
dientes detenidos en la sombra.
El viento vegetal lame las peñas,
húmedas lumbres vagan por el río,
y tensos pasos hunden
las flores de la noche en la memoria.



Poema Canto Xiii de Vicente Gerbasi



¿Quién me llama, quién me enciende los ojos de leopardos
en la noche de los tamarindos?
Callan las guitarras el soplo misterioso de la muerte,
y las voces callan, y sólo los niños aún no pueden descansar.
Ellos son los habitantes de la noche,
cuando el silencio se difunde en las estrellas,
y el animal doméstico se mueve por los corredores,
y los pájaros nocturnos visitan la iglesia de la aldea,
por donde pasan todos los muertos,
donde moran santos ensangrentados.
Por las sombras corren caballos sin cabeza,
y las arenas de la calle van hasta el confín,
donde el espanto reúne sus animales de fuego.
Y es la noche que ampara la existencia a solas,
en el niño insomne, en el buey cansado,
en el insecto que se defiende en la hojarasca,
en la curva de las colinas, en los resplandores
de las rocas y los helechos frente a los astros,
en el misterio en que te escucho
con una vasta soledad de mi corazón.
Padre mío, padre de mis sombras.
Y de mi poesía.



Poema Canto Xii de Vicente Gerbasi



Siempre te encuentro, oigo tu voz,
en mis horas más secretas, cuando refulgen las gemas del alma,
como heridas por la luz de los sentidos,
cuando el tiempo me convoca a los acordes del día,
y enciende en torno a mi ser flores silvestres;
cuando la noche viene impulsando colores densos por el cielo,
como batallas del paraíso o anunciaciones sagradas;
cuando el campo se lamenta en sus animales;
cuando la madre llora y sobre su cabeza
la noche derrama su pesadumbre y el querer estar a solas;
cuando siento entrar por la ventana,
a la quieta soledad de la tristeza,
el aire de los árboles cercanos.
Tu vida y tu muerte, tuyas para siempre,
como es para sí el sueño que se ahoga en un pozo perdido,
en mí se juntan y me difunden en la tierra,
en ese instante que se detiene iluminando la memoria,
igual al relámpago que enciende un horizonte sagrado,
en el momento en que el día y la noche se juntan,
plenos de profundidades de lo eterno,
en una densa agitación de oscuros caballos celestes
que se agigantan para el engendro de un poderoso enigma,
sobre las montañas, sobre las ciudades
y las frentes pensativas.
Padre de mi soledad.
Y de mi poesía.



Poema Canto Xi de Vicente Gerbasi



Por ti sé que el remo que regresa del horizonte,
y el hacha que al contacto del árbol
llena de resonancia el día,
y el martillo que aplasta el hierro
y lo moldea como una llama densa,
y la mano que amasa el barro, para la vivienda,
y amasa la harina para los hijos,
y para los hijos de nuestros hijos,
y el escalpelo que transmite sangre a la piedra,
elevando su suave gesto en la penumbra,
y la frente inclinada sobre la maravilla,
hacen la conclusión de la jornada.
Por ti sé que el paso de cada uno es solitario,
como un recuerdo, como un instante,
como la muerte de cada uno.
Por ti sé que el amigo es sagrado,
y que más vale un árbol con frutos
que brillantes monedas de oro.
Pero aquí estoy debatiéndome con sangre, imagen y lamento,
recogido en mi gesto como habitante que sale de la noche.
Por ti me alejo de las ruedas del lujo,
de la serpiente de oro, de la araña de cristal pulido,
de la cortina de azules mariposas.
La tierra nos reclama más cerca de sí misma,
más cerca del sueño en que la vemos.
Ráfagas solitarias se acercan a mi frente,
donde la noche mora temblando en los jazmines.
Fugaces resplandores pasan entre mis huesos,
mientras voy escuchando mis pasos en el polvo.
Avanzo, clamo, caigo, y yo mismo levanto
mi cuerpo abandonado.
Agítanse las sombras al golpe de la sangre,
con el trueno que enluta barrancos y montañas,
y en la humedad enciende cuchillos, ojos, cuerpo
y manos que socavan la soledad oscura.
Camino por escombros, recojo un niño herido
que interminablemente llama hacia las paredes.
Busco un pan, me persiguen
y mis rodillas sangran por largas madrugadas.
Padre de mis huellas,
padre de mi tristeza nocturna.
Y de mi poesía.



Poema Canto X de Vicente Gerbasi



¿Qué fuego de tiniebla, qué círculo de trueno,
cayó sobre tu frente cuando viste esta tierra?
Pasaron costas negras, arbustos inflamados,
barcas con piña, coco, bananas, chirimoyas,
sobre un mar tenebroso con medusas y anémonas.
Y pararon caminos, zamuros, caseríos,
y un niño sin parientes pasar por la llanura,
y un vaquero llamando la sombra del ganado.
Una puerta caliente se abrió para tu vida.
Te llamaron las aguas con sus lenguas oscuras,
los pájaros con gritos, y animales dolientes
que lloran largamente en el alto follaje.
Y llegaste a la puerta de la casa del brujo,
de cuyo techo cuelgan gruesas hojas moradas,
semillas venenosas, corazones de pájaros.
Y viste la melaza correr en los trapiches.
Y el toro que en la tarde avanza hacia la muerte,
atado a dos caballos,
Y viste la serpiente de agua retorcida,
que en la penumbra ahoga a la vaca sedienta.
Y anduviste de noche entre las mariposas
de luto, que visitan los ranchos tenebrosos,
donde habita la fiebre de labios amarillos.
Y viste danzar llamas, las llamas del Tirano,
seguido por el canto del aguaitacamino,
que avanza, misterioso, junto al paso del hombre.
Y dormiste entre hormigas, arañas y escorpiones.
Y grandes flores lilas, con brillos siderales,
se abrieron en tu sueño de encendidos diamantes.



Poema Canto Viii de Vicente Gerbasi



Cuando tú venías, venías hacia la muerte,
porque así son nuestros pasos en los días:
hacia las montañas detenidas en los crepúsculos;
hacia las ciudades que esperan las noches con luto y alegría,
tostando el pan, preparando dramas en los aposentos,
derramando rojo vino en las penumbras;
hacia los puertos donde la barcas
dan descanso a los vagabundos;
hacia los pequeños caminos rojos,
donde nos duele el cuerpo del asno,
donde nos duelen los pies del mendigo,
donde nos duele el canto de la triste quinquina;
hacia nuestra futura vivienda,
con el susurro leve del naranjo
a cuya sombra estaremos en la mirada del hijo,
como en una hora del cielo,
del presentimiento y de la angustia.
Tú venías, y el mundo estaba debajo de tus pasos,
y debajo de tus noches, y debajo de tus soledades.
Sí, tu existencia había creado sus cielos huracanados
sus aguas tumultuosas, sus nubladas lejanías,
y las tempestades agitaban los mares de tu corazón
con truenos y estrellas caídas
en las oscuras soledades del alma,
con naufragios y voces de mujeres
perdidas en la extensión de las olas y los países.
Soñabas con fantasmales buques en la sombra,
esos que llevan banderas de luto
y viajan hacia los puertos de podridos aceites
y antiguos desperdicios.
Y la furia levantaba ondas en la oscuridad de tu muerte,
perseguida por brillos lunares,
como una oleaginosa superficie negra
con vuelos de lentas aves relucientes,
ahí donde los astros gotean sus azules licores,
en ese espacio del misterio devorador,
con islas iluminadas en nuestra soledad.
Tu juventud llamaba a las ciudades del mundo,
a los vientos que soplan contra viejas murallas,
a la gente que vive en las oscuras minas,
a marinos que yacen bajo cruces del mar.
Tú, el viajero, el insomne, el descontento
el que levantaba las manos hacia los relámpagos,
el que veía pasar las bahías
como la orilla serena y brumosa de la tristeza.
Sabías soportar las lejanías, siempre tan del corazón.
Sabías llegar.
Y eras ahí el anónimo, el oscuro, el devorado,
tendido en la noches calientes,
como los sacos, como los barriles,
a orilla de los grandes navíos.
Un campesino te daba una copa de aguardiente.
Y aún era la noche oscura como un tambor,
salvaje como las patas, las uñas y los dientes del tigre.
La noche, la noche llena de rumores de tamarindos,
los cocoteros movidos por una brisa
que te devolvía a otro tiempo,
al tiempo de tu aldea con campanas,
de tus mares del verano
con barracas cerca del amanecer.
Tú estabas dormido bajo las estrellas de otro mundo.
Padre mío, padre de mi universal angustia.
Y de mi poesía.



Poema Canto Vii de Vicente Gerbasi



Tu aldea en la colina redonda bajo el aire del trigo,
frente al mar con pescadores en la aurora,
levantaba torres y olivos plateados.
Bajaban por el césped los almendros de la primavera,
el labrador como un profeta joven,
y la pequeña pastora con su rostro en medio de un pañuelo.
Y subía la mujer del mar con una fresca cesta de sardinas.
Era una pobreza alegre bajo el azul eterno,
con los pequeños vendedores de cerezas en las plazoletas,
con las doncellas en torno a las fuentes
movidas rumorosamente por la brisa de los castaños,
en la penumbra con chispas del herrero,
entre las canciones del carpintero,
entre los fuertes zapatos claveteados,
y en las callejuelas de gastadas piedras,
donde deambulan sombras del purgatorio.
Tu aldea iba sola bajo la luz del día,
con nogales antiguos de sombra taciturna,
a orillas del cerezo, del olmo y de la higuera.
En sus muros de piedra las horas detenían
sus secretos reflejos vespertinos,
y al alma se acercaban las flautas del poniente.
Entre el sol y sus techos volaban las palomas.
Entre el ser y el otoño pasaba la tristeza.
Tu aldea estaba sola como en la luz de un cuento,
con puentes, con gitanos y hogueras en las noches
de silenciosa nieve.
Desde el azul sereno llamaban las estrellas,
y al fuego familiar, rodeado de leyendas,
venían las navidades,
con pan y miel y vino,
con fuertes montañeses, cabreros, leñadores.
Tu aldea se acercaba a los coros del cielo,
y sus campanas iban hacia las soledades,
donde gimen los pinos en el viento del hielo,
y el tren silbaba en lontananza, hacia los túneles,
hacia las llanuras con búfalos,
hacia las ciudades olorosas a frutas, hacia los puertos,
mientras el mar daba sus brillos lunares,
más allá de las mandolinas,
donde comienzan a perderse las aves migratorias.
Y el mundo palpitaba en tu corazón.
Tú venías de una colina de la Biblia,
desde las ovejas, desde las vendimias,
padre mío, padre de trigo, padre de la pobreza.
Y de mi poesía.



Poema Canto Vi de Vicente Gerbasi



El velero lustroso de la muerte
pasea tu silencio por mis mares sombríos
entre brillos de un agua negra en ondas,
donde cantan marinos de otro tiempo,
ahogados en la noche, rendidos a las algas
que transportan las sombras.
Y siempre vienes a mí desde el olvido,
aventurero terrestre de barbas seculares.
Tus zapatos aún suenan sobre los ladrillos
y sobre las arenas de bahías desiertas,
con baúles desenterrados y monedas,
y con rocas lejanas donde los astros caen,
donde avanzan temblando las auroras,
en medio de las sombras de los fríos,
y de pinos del mar,
y signos y colores espectrales,
y las sombras de madres de barqueros,
llamando entre sus paños y sus cabellos,
y sus voces confundidas,
y sus lágrimas perdiéndose en la arena,
y gaviotas en fila, volando hacia otro mundo,
hacia distancias cárdenas y negras,
hacia un día del misterio,
donde grita el hombre a su muerte.
Te sigue un perro grande,
el perro fiel y lento de nuestra lejanía.
En tu penumbra brillan barcas abandonadas.
Con las ráfagas gimen tus hondas soledades
y entre las algas tiembla el grave amanecer.
Te alejas en tu viaje como llovizna leve,
como el rumor del mar en los caracoles.
En mi soledad guardo tus hondas soledades.
De ti vienen los días
donando en las guitarras del olvido.
Por ti yo soy el hombre, el portador del fuego.
Por ti mi mano levanta el espejo que refleja la montaña.
Hacia mí venían tus huellas, tu fábula y tu clima,
y aún te veo llegar desde la muerte,
padre del remo, padre del pesado saco,
padre de la cólera y el canto.



Poema Canto V de Vicente Gerbasi



A veces caigo en mí, como viniendo de ti,
y me recojo en una tristeza inmóvil,
como una bandera que ha olvidado el viento.
Por mis sentidos pasan ángeles del crepúsculo
y lentos me aprisionan los círculos nocturnos.
Venimos de la noche y hacia la noche vamos.
Escucha. Yo te llamo desde un reloj de piedra,
donde caen las sombras, donde el silencio cae.



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