Poema Un Balcón de Arturo Carrera
Tomás tiene dos años,
vive en Buenos Aires
en un exiguo Dpto. de la calle
Defensa.
Cuando llegó al campo
dijo: «¡balcón, mamá, balcón!»
El campo como un balcón
infinito,
con sus terrones azules y sus pastos
infinitos,
con sus perfumes y sabores infinitos
y los enormes perros, los cañones
enterrados, las esfinges de piedra
entre los abedules y la casa de noche
con su galería encendida,
su resplandor de arroz en la humedad
de noche de caza acuática,
rosada
Pero llegamos casi al mediodía.
Los árboles arrojaban de sus copas
ácidos sagrados:
la untuosa fragancia de los verdes
vacíos
la luz en rayas frases de los gnomos
silenciosos,
en los baldíos inesperados,
en los incendios donde recorren niños
bajo el crujir del sol
las cenizas
que al llegar nos miraban…
Debería insistir.
Nos esperaban las flores dispuestas
en los candelabros de hielo,
las bolas de nieve siempre
nunca tan blancas sino ligeramente verdes
y aplastadas al tapiz donde cruzan un río
niños chinos
cotorras y cacatúas petrificadas,
lavadas en azul, los picos rojos, las crestas
como moños de niñas embalsamadas
-¿Puedo fumar? -dijo Alicia
Y así comenzaron a reir
los comensales
Tomás invadía la mesa. Jaime lo mimaba.
Tomás invadía lentamente las cosas indiferentes
y las muequeantes salas,
los retratos,
del comedor los retratos, las pinturas,
las piedras bajo la estufa, los preciosos
vacíos, caracoles, y los ojos de Pupa,
saltones y verdes como de libélula
espantada.
Las voces italianas, francesas, el inglés
de los huesos de las tentadoras
comidas, sustancias
almibaradas
Arturito comía y comía
levantando sistemáticamente su ceja casi
postiza y el rabillo ciliado,
el cristalino visor camaleónico
y el ojillo esmerilado
Sonar, radar del ojo
Y la nodriza elemental que allí guiñaba
Arturito sin escribir nada.
Hundido en los espejos.
Tendía el puente colgante de una complicidad
con ibis; pájaros y picos que picoteaban
el vidrio; el vitral del goce; goce…
En sobremesa más pequeña, redonda, y sobre
sillones de mimbre enfundados, chillones,
Jaime (50 años) se arrojó sobre
Tomás que se reía. Los rulos de
la ceniza de oro en la luz y los ojitos
sombríos: fuertemente iluminados por
otros ojazos que de adentro salían más locos,
chorrera de millones, hipnotizados niños,
celestiales, amarillos, verdes, el mar
junto a un gato zarco: y las manitas aferradas
a ese tumulto de falsas imágenes: las mismas
que leo: las velocísimas cruzadas por umbrales
y a la risa las manos de Jaime, otra vez,
«Aquí, aquí» -decía. Le hacía cosquillas en el
pitito, en las ingles, la pancita…
«Aquí, aquí» -decía. «Esto es la realidad. Esto
es la vida. Esto». Y señalaba acariciándole
la espalda al niñito que reía felicísimo,
«Está vivo, viviente…» -repitió, corrigió.
«Todo esto es la realidad» -repitió una vez más
y ajeno a todo estímulo
y a toda realidad gimió: «¡Viva!»
Un frío me recorrió ¿la médula?
Y me hundí un poquito
en el crujido de mimbre.
Tuve un raro pudor ante tanto reconocimiento.
Una nostalgia muy pueril y pétrea
me oprimía.
Y siguió murmurando, para su cabeza y la mía
(no recuerdo, no ví lo que hacían los otros
convidados…)
murmurando entre cortadas tiras un pensamiento
célibre, agudo, agrio, triste, sutil entre los
escombros de las palabras que metía,
y acaso harto triviales para él, que acaso
todo lo concebía (la apreciación es mía)
como Belleza: una aristocracia
de la cultura…
Nini miraba en Vogue los Rolls Royce japoneses.
Jaime pudo saltar de pronto, desprenderse,
y cayó como una brasa en la palma de un ciego:
«Son japoneses, y uno debería entrar y hacer
¡Tac! Y quedar sentado en ellos».
Las rimas internas, ía, ía
La pura monotonía de nuestra
enorme desdicha.
Enorme desdicha usada como se «usa»
el cuerpo.
Jaime y Nini que hablaban
dándose la espalda, súbitamente pálidos,
como adultos siameses. Que decían y amaban
con cascabeles e improntus de otros
idiomas de otras lenguas, sus chistes,
lapsus y bacanales, festines desnudos con
guiños y muchas mímicas y acertijos
cruzados, rebus,
donde cortaban pequeñas imágenes
las brevísimas encantadas, conductas fuga-
císimas o historiolas de la historiola
del Arte:
que leer a Gide o Dostoievsky, aburría
hoy.
que una obra alcanza el apogeo de su
trascendencia en la misma época en que
«trasciende». No va más allá.
¡No estoy de acuerdo! -dijo Nini. Yo ante
un Donatello… Y me miró guiñando…
Y Jaime se atrevió a decir: «En todo caso,
acepto hoy, la vigencia de los arcaísmos.»
«Sos tarada -prosiguió- si te embelesás
con el Quijote: está escrito en un pésimo
castellano. No obstante, Shakespeare…
-dudó-.
«vengan -dijo-: en mi cuarto tengo todo
lo más arcaico que amo,
y todo lo que deseo.»
Atravesamos una biblioteca escarlata:
los dos escritorios vestidos, de
brocato escarlata. Cortinados es-
carlata. Los libros encuadernados
color escarlata.
Toda la estética de la pieza se desmoronaba
ante una chimenea cuasi barroca, de piedra
peinada, herencia de unos huéspedes
arquitectos benedictinos.
-Es horrible -dijo Jaime-. Es del mismo
autor de San Benito, en Belgrano.
Los pájaros estrenduosos en el silencio
nublado de la siesta.
Nos alejamos con Alicia hacia una porqueriza
donde gozaban a los gritos dos animales
pintados o disimulados, los hocicos y los
flancos erizados de barro.
Hablábamos con Alicia,
de los mosquitos, que nos picaban, y en ese
ardor y sopor, de envenenados, todas las cursile-
rías de la ética y estética improbables
de los matrimonios…
Hacía 4 meses que ambos, por distintos motivos,
de nuestros amantes nos veíamos separados.
Tristezas y terrores, asperezas y esperanzas,
odiosos ojos y dudosas aserciones, acechanzas
de lo venidero como una epopeya inmóvil
bajo ámbar del deseo.
Invasora jerga de nuestra suspendida cháchara
también inmóvil.
Y la naturaleza como una alfombra voladora
detenida: balcón para las cinco mil Hetairas
que nos amedrentaban con sus vaselinas y
arpas y ese kool para cuervos en la laguna
fosca. De agua amarga.
Pupa -la condesa veneciana
que se casó con Jaime -me pregunta al servirme
una presa de pollo: «¿Prefiere negro o blanco?»
Blanco, dije, estimulado por mi lectura de la
mañana. Y ella agregó: «Claro, como buen descendiente
de italianos, gusta el blanco de pollo.»
Señalando la carcaza dorada y crocante
del resto, Nini exclamó: «Yo amo, fijate,
el negro». Y añadió mirando fijamente
el dorado del plato: «¡Parece un transatlántico!»
El campo no. Ya. El mundo. Océanos.
Las palomicas no. Ya. Las cigüeñas y las garzas
plateadas.
Las calandrias tampoco.
Los ruiseñores al alba.
¿Se despierta, Pupa, entre ruiseñores?
No sé -dice Jaime-, si todavía quedan. Los he
escuchado. Preciosos, ¿no?
Nini con su dulzura habitual nos trae el
desayuno a la cama.
Alicia sonríe. Tomás refunfuña.
Me despierto a las risas.
Toda Nini invita a una noble y catártica
carcajada.
Desde muy temprano comienzan sus trabajos
con relatos de sueños, piezas de amena
conversación y ámbitos mágicos, embrujados.
¿Sarcasmos?
Imágenes del placer milenario apenas ella dice:
¡Qué placer!
Secreto triunfo de la risa
sin que en su aspecto feliz
nada de ella ridículo nos
invite a reir.
La simpatía crece en su boca. Su palabra
nos envuelve y nos llena de estupor y sorpresa,
como en el carnaval de antaño la ligera
serpentina.
Pero hay una palabra oscura que pasa por sus
labios y va penetrando como un fruto obsceno
en nuestra imaginaria boca: c o n g o j a.
Pero no esta congoja que notamos
una lentitud extrema en el desplazamiento del sol
y que el poeta Girri, señalaba como una «cualidad»
desde el tiempo…
Pues si de ella aprendí las mil maneras imposibles
de creer, de «esbozar», de inventar
para experimentar algo que fuera el modelo
o el mimo de otras congojas,
¿para quién retuve, entonces, la sordina
de la imaginación?
Nuestra amistad austera.
Nuestra congoja agámica.
El paso veloz sobre las piedras
de nada parecido al sexo, ni al amor,
ni al fuego de la irrisoria congoja.
La urticante y nocturna congoja.
La deliciosa piel de sabandija que deshace
los guantes de vivísimos élitros
en realidad. Y en deseo,
el paso de Tomás en el balcón de la hojarasca.
El oído de Minerva (la perra Dogo) y lo que de
sus pisadas escucha Tomy,
confundido por la infinita escala de murmullos
y de alas.
Y la Señora con su aire de domadora de jirafas.
¿Yo escribo en este claustro de muros encalados?
El cuadro que miro dice: Doménico Theotokopuli:
El Greco (1547-1614). En el espejo veo mis pies,
que los mosquitos deformaron: hormas gigantescas
y máquinas de planchar; esa misma ojiva metálica;
las variadas y envenenadas
manos tergiversadas,
efímeras formas:
el cuerpo
el espejo
El Greco.
los pies.
Oigo a Minerva que se arrastra por los pasillos
hacia otro claustro.
Alicia tose.
Nini duerme.
¿Sueña Tomás? Las hojas gigantescas
y los kinotos como turgentes tetillas pintadas,
mojadas naranjas… Mujeres anaranjadas
en los superpuestos e impalpables balcones
El pingüino de yeso que Nini trajo un día
del pueblo. Enano cabizbajo.
Tomás lo toca.
El olor lo sueña.
El agua cenagosa de la pileta y acaso mi cara
gorda y barbuda.
Mi horrible cara gorda y mi
terca sonrisa o
Acaso mi sonrisa sin cara pero barbuda,
suspendida allá en el claqueteo
de las hojas: Arturo…
El sátiro hipnotizado por las velocísimas
hojas
agitadas y rosigantes
con sus decibeles
y sus secretas acústicas
¡Oh, monjes y poetas!
Nini vuela alto, lejos,
en la escoba de Rauchemberg
con sus pajas ornamentales.
Jaime hojea Vogue y se detiene ante
la contessa Marta Marzzotto, fotografata
da R.Granata.
Arturito lee un libro que tomó
de la biblioteca luciferina: «A la sombra
de los monasterios tibetanos» -un libro
de Jean M. Rivière.
Jaime dormita, ahora, un poco.
Se sobresalta por la llegada de Tomás.
En el paseo Nini repitió «embaumée»
La tierra -el balcón ambomé… con
todos los estiércoles, con todos los
osarios de flores. Acacias, jazmines.
Contó una historia de merengues y otra
de profiteroles.
Pupa pasa silenciosa portando en sus
blanquísimas manos una llavecita y enredadas,
dos pequeñas copas de cristal ahumado
Forzado el ideograma de la alegría.
Forzada la faz silenciosa de la memoria
en este campo.
El ánade canta como un ventrílocuo en un
ejemplar «demasiado estudiado» de
Liquid Ambar. Todo lo que ellos conocen
acerca de él se va vidriando en mi resentida
memoria;
se va endurenciendo como un dulce que lentamente
decolora, azucara, envenena.
Hipóstasis de la perfección
del campo en su «paz», en su melancolía
focalizada…
Pero de pronto yo sé
que en todo este silencio no estás.
No están tus movimientos
secretamente envueltos en la impostura
de tu papel de caramelos
Y no sabemos por el sol
ni por el follaje plateado
en los árboles, donde tu risita
se expande y envejece y donde
despierta unánime tu alegría colmándome,
donde tus manos en la cabeza del amigo
celebran los trabajos y el amor como
los días sus noches
el campo.
donde la obligación con sus destrezas
parte de mí y te ocupa:
último secreto de la luz en la tarde
y último parte del secreto
en mí
sepultándote.
Olvido, pero intermitente.
De pronto tu mirada se enciende para mí
iluminando cada hoja de cada rama,
cada corteza de cada ramaje vacilante:
los árboles: los claros ínfimos donde
se abalanzan a besos las palomas
la mirada extraviada en el vapor
de los árboles celeste; celeste;
desconociendo para mí y
desconociendo todo en mí
para este campo
Una nueva manera de amarnos
arrojados por todos los convidados
incluido yo,
en el secreto que ya no nos escucha
que ya no retrocede
que ya no hiere
¿Más?