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Poema Ciudad Bajo La Lluvia de Jaime Labastida



Mira cómo, desde este exilio de cemento,
se extiende la ciudad, a nuestras plantas.
De aquí partían los mercaderes rumbo a España.
Mira el humo en aquellas azoteas,
el resplandor del sol en los tinacos,
aquellas sucias fábricas a plomo.

Mira el papel que cae
desde un alto edificio:
pájaro que ablandara sus alas.

Encabritadas garras afilando,
águilas junto al cielo se desploman.

En este oscuro cuarto
un pedazo de historia se fabrica;
en aquel otro, un hombre sueña con mujer
pero en su lecho sólo la luna
abraza sus muslos y torso.

Huele la lluvia.
Mira cómo de la tierra asciende
ese pesado olor del protoplasma.
Mira caer cenizas, polvos y desgracias.
Mira cómo las lluvias onstruyeron
los albañales de los aledaños.
Mira cómo la lluvia cae sobre los pájaros
y cómo los hombres, trapos sacudidos,
oscilan por una ráfaga de viento,
a la luz de ese único relámpago.
Su rostro es una bronca blasfemia.
Mira cómo el cielo resplandece en mitad de la noche,
cómo las estrellas se desgañitan de luz.
Mira cómo esta mugre tierra estalla
y trastorna su sol que la corteja
y corre luego entre pezuñas de asnos.
Vé como abandona la tierra estos lugares
dejando a ciertos hombres sin su antípoda,
colgados de sus dientes, al vacío.

Y el cielo desploma u ceniza,
la facilidad de la muerte.

Es la ciudad de México,
que anuncia su verano



Poema Rescoldo de Jaime Labastida



Se va hacia atrás el horizonte.
La estrella Sirio vuelve hasta su origen
(¿cuál, oh dioses, a dónde va
con esa prisa oscura?).
Otros planetas surcan, en órbitas,
mi sangre. El agua ya es tiniebla,
el árbol se comprime.
¿Por qué la estrella y la conciencia?
¿Por qué la tempestad, inhóspito,
el desierto? El sol de cobre derretido
y llaga. El polvo, el óxido, la lengua.

Todo viene hasta aquí. Lo mismo
un perro que una hormiga,
hasta el centro, en mi vértebra
impar, en mi jardín izquierdo, aquí,
junto a mi mano torpe. Como si el pelo,
la pupila, los tejidos, la sangre polvo
y la ceniza ronca. Toca el tiempo
con dedos húmedos la lenta y larga,
tranquila voz de las castañas.

Se desnuda un sonido cadáver.
Todo viene hasta aquí,
lento y furioso.
La amada que lastima
y la ciudad herrumbre, el tiempo,
plazas, árboles, siniestros.
Un rostro azúcar tal vez en la ventana.
Los tristes, los zapatos. Lo mismo
el odio que el metal y el cuero.
La ciudad, insisto, que se estira,
el tiempo, el rostro ayer y la agonía,
el ojo hundido, ciego, en la borrasca.
Llega la pobre lavandera, cruje
ya el cielo lastimado de humo.

Un cuervo azul sobre el azul desliza
su vuelo duro contra el bosque ausente.
Pastan caballos en el bosque magro.
El ala luz de la paloma leve
silba un látigo dulce
y aroma el aire el vuelo. Viene
un ladrido horror contra la luna.
Viene el lucero Venus, Aldebarán,
la Cruz del Sur, en grave, callada
gracia giran, crecen en un relámpago
de acero. Igual que este dolor
en el costado. Igual como estridula
el grillo. Lo mismo que un disparo
o una tortuga gris con ojos miopes.
Igual que un árbol diminuto,
torturado. Lo mismo que el cartílago
del pollo, que la sangrante voz del bajo.

Todo viene hasta aquí y dulce,
torpemente, canta. Igual que el más pequeño
de mis vasos, tan necesario el astro
como el ave. Vienen aquí.
Quema el sonido de la luna fría.



Poema Plenitud Del Tiempo de Jaime Labastida



1

La destrucción del fuego, atroz,
y la del tiempo. El bosque que crepita,
a sal, torturas largas. La alegría,
por supuesto. El tiempo reconstruye
la tiniebla. ¿Qué va a ser, si no tiempo,
cada nuez en su rama, exacta, fría?
Adentro de la hoja, el huracán. Hundida
ya en el agua, la tormenta, ese tiempo
feroz que la atosiga. Hasta
en el vientre de la roca mueren
las hormigas, el aroma es de sangre.
Sólo un instante fosforece el viento,
estalla el corazón sólo un minuto,
una ola no más, quizá la dicha:
gira la tierra. ¿Recordarán algunos
mi sonrisa? El hijo, el mar
reconstruyéndose. Un relámpago fluye,
arde el maderamen. Sordo de amor,
ya desnudez, te acoso. El hijo
escucha, sabe que lo busco. El tiempo
sana de todas sus heridas. Arde
entonces el mar sin consumirse.

2

La destrucción del aire, atroz,
y la del tiempo. El hueso que enmohece
la duda, la desgracia. La dicha,
por supuesto. El tiempo entierra dedos,
encuentra su derrota: árboles,
ámbar, sólo pulmones de ceniza
y fango, sólo bocas de mármol:
sube el agua. ¿Qué dejaré
de mí, qué de mis dedos? La hija,
el aire, rebelión, palabras.
Mi sangre te devasta, sufres
y llamas desde la otra orilla,
una voz de clemencia por el río
se escucha, y miro el grito
ciego de la niña adentro
de tu cuerpo abierto. La construcción,
la tierra, la esperanza. El agua
brota ya, plagada de respuestas.
La casa brilla y su color incendia.
El tiempo tiene forma de paloma:
el aire la sostiene y la acaricia.

3

La destrucción de tierra, atroz,
y la del tiempo. La casa que enmudece,
el hielo, la fatiga. El dolor,
por supuesto. El tiempo que edifica
atmósferas y labios. ¿Qué será
tu mirada, si no la casa, la puerta,
los batientes, el musgo que adelgaza
la claridad del día? Sólo intestinos
de rescoldo y canto, sólo unos ojos
de color durazno. ¿Quién buscará
después mis dedos, quién esta piel
del tiempo, destruyéndose? La hija,
el fuego: se detiene el aire.
Remo ya turbio el mío, entro,
en ti germino. El terremoto asciende,
claridad, sonríe. La niña,
el árbol, sonora luz
en lucha contra el viento:
el tiempo largo de sus ramas
crece. La niña es ya
respuesta a mi pregunta.

4

La destrucción del agua, atroz,
y la del tiempo. La piedra que encanece,
el mito, la esperanza. El amor,
por supuesto. El tiempo rasga muertes,
por débiles, sonoras. El fósforo
metálico, ¿qué ha de ser, si no
tiempo? Helada, inmóvil, pasará
la tierra, destruirá tu rostro.
Sólo una mano de argamasa y llanto,
sólo lengua de yeso: repta el fuego.
¿Qué quedará de mí, qué de mis venas?
El tiempo, el hijo mismo,
construcción, el agua. Resplandece
la víctima. Mi amor te aplasta
y ya te sangra vida. El hijo clama
desde el hondo pozo y un grito
en plumas resplandece y queda.
La construcción incendia, amor,
la de la sangre. El agua se abre,
clara de sonrisas. La casa
es blanca ya
y es pleno el tiempo.



Poema Papel Borrado de Jaime Labastida



Cuando termino de escribir todo esto,
después que durante horas me imprimo
como un mecanismo de dulzura y de cólera
én las hojas, y el viento desordena los papeles
y entra un siblido extraño, y merodea en la casa
una noche especial, ajena, sin preguntas;
cuando abro las ventanas para que lleguen
los amigos que tienen nombres de herramienta
y prisines, después que me deshago de este
tósigo, cuando quedo vacío, mi mujer
viene aquí con amor que estrangula.
Amor resplandeciente el nuestro que asume
la crueldad de un pájaro pequeño que picara
su grano, tiernamente, en la herida de un brazo
y más la abriera, que es como un pequeño pájaro
que cantara, cerca, muy cerca, demasiado
cerca del oído, y al que no pudieras callar,
aunque te rompa el tímpano a golpes de dulzura.

Escribo entonces junto al mar.
Asiento mi pisada y mi cansancio
en la áspera arena de la playa, mientras el mar,
ausente, en grises movimientos nos acecha
y borra todo, borra todo, borra
todo de mí, borra todo de mí,
borra todo de mí.



Poema Mentira de Jaime Labastida



Todo cuanto hasta aquí fue escrito,
mentira sorda. No es verdad
que haya sido menos dura
la mandíbula airada de las horas.
Que un pañuelo piedad haya enjugado
el sudor de las víctimas. Falso
también que días más tarde
la vida sea más fácil. L llaga
en la conciencia. La espina,
atroz, en la memoria. Tanto mal
que hemos hecho, sin quererlo
siquiera. Una sonrisa tuerta
en la frontera opaca de la noche.
Una mirada tensa cuando apenas
la niña sonreía. Triunfan siempre
la guerra y los contrarios.
Insaciables las horas, insaciables
los días. Sordomuda
la historia, hostil
la vida: el equilibrio es tenso.
Caminar es violencia.
Estamos hechos para devorarnos.
Mentira, pues, que este dolor acabe.

Clamaba a ti, desde lo hondo,
oh polvo, padre bestial,
inhóspito, implacable.
Clamaba a ti, y no me has escuchado.
Mi mano tartamuda había mentido.



Poema Luz de Jaime Labastida



acampadas en la célula
como en un tardo tiempo
de crepúsculo
.
José Gorostiza



Poema Luz Detenida de Jaime Labastida



Hoy baila mi mujer y taja
sonrientes cicatrices en su cielo.
Hoy ella baila, colibrí ante la flor,
espejo frente a espejos enemigo.
Y la flor se habita de las plumas
y el pájaro seis pétalos se vuelve.

Soy un puño de tierra echado al viento.
Hoy baila mi mujer
y desaloja la discordia,
el núcleo donde la muerte juega,
y la nostalgia.

Hoy baila mi mujer, mi amante:
luz detenida en el aire.



Poema La Piel de Jaime Labastida



Creyente sólo de lo que toco, yo te toco,
mujer, hasta la entraña, el hueso,
aquello que otros llaman alma, tan unida,
tan cerca de la carne mortal y voluptuosa
o siempre ardiente o nunca maltratada
sino dulce, oscilante entre querer
y subir, adentro de la espuma.
Te todo, dije, mujer, hasta el más húmedo
hueso de tu vientre, donde ya gimes tú,
y el aire libre viene, sin sangre
o pensamientos: un solo extremo
de mi cuerpo se convierte en el todo.
Ni un pensamiento impuro empaña entonces
ese goce: cuando estoy en tu vientre
sólo estoy en tu vientre. Soy ahora
ese límite extraño, esa piel que consume,
que se quema y se gasta, ese tacto
profundo que va desde la piel
al pozo ciego de mis venas, y también
un ruiseñor y un alto sol, tendido,
mudo. Un beso apenas, un leve,
ya risueño fulgor que lento acaba:
la piel que se contrae. La sangre
toda y los sudores hablan. Vuelven
a mi los pensamientos. Por ti camino
llano por el tiempo. Cuando estoy
a tu lado, no estoy sólo a tu lado:
el agua entera fructifica, el espacio
se amplía y un lento sol nocturno
nos enciende por dentro.



Poema Horas de Jaime Labastida



11:30 P.M.

Durísima la luna. Igual que tú, tan lejos.
Suéñame, te digo, como te sueño aquí,
hasta que los dos sueños se conviertan en fuego,
hasta que mi aliento sea el tuyo,
hasta que respiremos cada uno
por la boca del otro. La luna
asoma, llena y sorda. No estás
al otro lado del teléfono y sólo
por un hilo de sueño podré hablarte.

Paz y fuerza me habitan. Entro
con pies descalzos en el lecho.
Estás hecha de espumas, estás
hecha de nubes, estás hecha de luz.

Compartamos los sueños.

10:30 A.M.

Moles de nieve, quietas, perturbadas
apenas por la luz. Nada conmueve
al resplandor, arriba. El cielo está
desnudo. El vértigo está aquí,
adentro, en la conciencia.
La nube derretida es piedra densa.
Más en calma este mar de vapores
que las nieves deshechas en la cumbre.
Allá la roca dura, el hielo, la nostalgia.
Un techo largo aquí, de plomo,
lagunas sólidas de plomo.

Yo viajo lentamente, encima de un gran
mar, blanco y sin sangre. El mundo
tiembla, abajo. Un segundo después,
la vida será otra. Nada más frágil
que este valle de nubes, arriba
del Atlántico. La rotación insomne
de la Tierra, el calor implacable,
el viento cruel, el simple y lento
tránsito del tiempo, la más ligera
sombra, destruirán el paisaje.
Nadie podrá volver hasta este
sitio. Baja el avión y el valle
no se altera. Atrás, horas atrás,
queda el desierto techo sin fronteras.

Pongo mi pie en la tierra, entro
en la sombra. El tiempo se estremece.

8:30 P.M.

Sé que voy a morir. Lo sé de cierto.
He vivido como si la muerte fuera
un recuerdo lejano. Pero tú has hecho
que la luz se prolongue en la alcoba.
¿Esa piel que tocaba en el sueño
era la tuya? Era en verdad la piel
amada de tu cuerpo entero.
Has hecho que renazca.

La luz, el cielo, el mundo
eran tiniebla. Pero viniste tú,
como nacida desde una piedra de fuego.
Llegaste como un pájaro súbito,
como un rayo de espumas. Semejabas
un espejo de soles, un mar de luz
que me envolvía. Amanecí. El sueño
era desnudo campo compartido.
Soñaba que te ahogaba
con mi aliento de hombre.
Iguales ambos sueños, te soñaba
como si mi cerebro anidara en tu cráneo,
como si el territorio de los sueños
fuera el débil territorio de una sangre común.

Tú te abrías como el mar,
para tragarme. Como la nube blanca,
envolviéndome, como la tierra negra.
El sueño era verdad. Entrábamos en él,
como por un espejo. Salíamos desde él,
como a través de una puerta de viento.
Mis ojos eran tuyos. Tus ojos me miraban
en la penumbra blanca de la alcoba.
Despertar o dormir era lo mismo.
Vivíamos vidas iguales, a un lado
y otro de la muerte, el amor era el mismo,
de un lado y otro de la vida.

Te besé hasta la dicha, te mordí
hasta la muerte. Granada
fue tu boca,
tamarindo
tus labios.

Compartimos el sueño.



Poema Hielo de Jaime Labastida



Los frescos de Botticelli
arrancados a la Villa de Lemmi,
la Victoria de Samotracia,
con las alas unidas por alambres
y una estaca de acero entre las nalgas:
trofeos de guerra, pasto
para la codicia de los reyes.
El saqueo. Ticiano, el Veronés,
el Bosco, el sarcófago asirio,
las urnas de granito y madera policroma
en donde están las momias de Ramsés
o Nefertiti, la estela funeraria
de Aristóteles, los códices mixtecos,
el penacho falso tal vez de Moctezuma,
los caballos de bronce de San Marcos,
la virgen negra de Constantinopla:
el saqueo, el saqueo. Arrebatados
de páramos, de selvas, de templos,
de palacios, de países, de pueblos,
de naciones. Los botines de guerra,
las limpias compras de los mercaderes.
Como si el oro abstracto, el billete
crujiente fueran iguales a La Piedad
o a la inflexión precisa de la sombra
en un caballo de Picasso.
¿Qué podría remplazar
una pierna perdida? ¿Qué moneda
podría ofrecernos otra vez
la estela maya que un avión
extranjero llevó a Texas?
No tiene precio el ojo,
ni la máscara turquesa,
ni el coyote emplumado,
ni Monalisa astuta. Más que el oro
valen su instante irrepetible,
su columna de gracia,
sangre exacta, detenida, y perfecta.

El dolor, el dolor. Egipto,
Grecia, México, congelados aquí,
ante el azoro de los visitantes.



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