Del agua, como de la sangre, y al agua
vengo, entrando a tierra por el agua:
por su ángeles turbios derramados
de costado, agua y aguacero errante,
porque lluvia también cuando volvía,
como una miel de piedra en tempestad
sobre el pequeño tambor del corazón.
En la ría, como en un espeso
machete horizontal, tanta indecisión de ida
y vuelta, tantos pedazos de la tierra:
un pañuelo de hojas solas, una involuntaria
madera, una cáscara, el cadáver
de un grillo que asesinó la lluvia:
testimonio de que la vida estaba
allí no más, al otro lado
del difícil destino, húmeda y cercana
como la boca que nos busca.
¿Quién
entonces eludió el regreso, quién
podía rechazar sus fluviales manos ciegas?
Porque si es lo fatal si las cosas
caen y se rompen, si los clavos
han de golpearse siempre la cabeza,
si la robusta soledad del ganado
camina sin cesar a su osamenta
¿quiere decir que nunca
escaparemos a la patria, quiere decir
que siempre volveré a su costa
como a la única mujer en donde he estado
transcurriendo?
Ah, en esa dura
paz, en la tinta de la baja noche,
la población buscaba vida al viento,
pescaba vida en el amarillo peinado
del océano, cazaba vida litoral, los aguadores
llevaban una cruz de vida colgando
de sus brazos, cáscaras de vida
escogía el niño en la basura. Todo
era salvación afuera, todo
entrega final: enloquecido
el pez entraba al muro
vacío de la red, el hombre
a la mujer, al mar
el alma empobrecida.
(Ya se estaban poniendo
tristes los maíces y hacia sus huesos
envejecía el campesino, andino
o lateral. Y de pronto, agua
sobre la tierra, agua de pronto
sobre la castigada y flaca duración
vacilante de los pobres, lluvia
hasta su sorda cavidad de sueño y alma.)
Yo quería dormir, quería haber llorado
con los párpados puestos en mis necesidades,
en lo olvidado, retroceder a alguien,
a ella, a mí, a nosotros
dispersos: y solamente encontré al indio,
dueño de su desesperanza y de su abismo,
gastándose sin ruido, sin arder,
como un fósforo mojado.
Porque duro como el arroz es el retorno:
ni casa ni comida ni mujer propia
ni propia solución la que yo intento;
no es llovizna de novia arrepentida,
no es un tango ni una carta
en olvido gradual: es aguacero
ecuatorial, a cántaros, territorial: es río
y mar y lluvia que para el hombre y sus vecinos
de soledad, de ruina y de destrozo, edifican
su propia cárcel que mojando lo agoniza.
Fue preciso cerrarla: gritar, abandonar
lo que me dieron y fue mío,
lo que tuvo mi pisada, mi latido o mi olor:
las ropas colgadas o caídas, mi tinta
con su alta investidura de arzobispo,
el celo, los lugares, los cuerpos
de donde injustamente salía las mañanas
y estar aquí, de nuevo, en mi terreno
caminante y en mi terrestre invierno
que a sí mismo se destruye, destruido.
De «Ecuador Amargo» 1949