mis padres,
algún tiempo cercano a 1930,
se enamoran ya tarde,
cae la noche,
se llaman por sus nombres,
mi madre repite sueños,
la voz alta,
primaria,
los va dejando caer,
desgranando estrellas del cielo nocturno que circulan como satélites artificiales;
mi padre camina cabizbajo
ocultando diversas formas de soledad,
cincuenta y cinco años después
del cielo, la tierra, la hierba, el campo.
la mueca de los destinos cruzados
se rompe en períodos previstos,
no conocidos por el hombre
mi padre,
esperando otros abriles y los poetas de antaño,
los famosos,
los mediocres,
aquellos que nunca lo fueron,
relee novelas de Scott, Dumas, Dostoievski;
el silencio es,
una hoja de otoño que cae lentamente;
todos padecen la enfermedad del recuerdo,
como roca de Sísifo en la montaña.
los satélites artificiales surcan el cielo nocturno,
dormidos, la distancia del tiempo, del hombre y la luna,
patios secretos, casas de campo,
fogones casi apagados,
brasas mantenidas con ahínco y dedicación,
[cabo cañaveral será solo un cristal brillando
en lejana soledad].
la mano es un objeto corporal como cualquier otro
dirán los especialistas,
desconociendo el poder curativo que
descuella por sí mismo,
sé que todo eso no es cierto,
conozco secretas lides que
ha librado mi extremidad,
las he visto acariciando historias,
más atrás aún, tiempo del hombre-espacio.
los satélites artificiales son esquivas formas de representar el destino.
mi madre soñaba a Laika, heroína del espacio,
mi madre conocía misterios del cielo nocturno,
mi padre asentía en silencio,
juntos mirábamos, noche y fuego.
[un espejo roto es como el sol quebrándose en mil pedazos,
deshaciéndose en el aire,
como una hoja agrietada
cuarteaduras del tiempo].