poemas vida obra omar garcia ramirez

Poema El Día Que Mataron A Ícarus de Omar García Ramírez



El día que mataron a Icarus
el sol estaba en lo alto.
Un disco
de oro que ardiera como un gran crisol…
Icarus
intentaba escapar del laberinto.
Se había ejercitado en la aérea gimnasia del vuelo, con dedicación y celo.
Tenía unos bíceps apolíneos y trapecios de bronce correoso,
me dijeron los que vieron su cadáver tirado sobre la plaza, descoyuntado y arqueado sobre un gesto de dolor, que ?temblaba como una lira rota?; agregaron.
Lo mataron de dos tiros
en la ciudad de la sabana
este último verano, le dispararon con un rifle automático de mira telescópica.
Rebotó sobre las cuerdas de la luz,
se le chamuscaron las alas de plata lanzando destellos
luminosos,
con su parapente blanco
perforado por las balas.
No tendría más de veinte,
cayó delgado en rizo
como un pájaro encendido
en el bronce de su cabellera
una antorcha desgarrada por el viento.
Su rostro…,
los que vieron su rostro,
quedaron cegados por la luz.



Poema Diario Urbano de Omar García Ramírez



Como el penitente
que masca su cigarro amargo e íntimo
voy por estas calles
en estos transportes colectivos
cruzando estos desolados parques,
las fechas no tienen importancia
hoy es otro día y el sol no da espera,
hay que salir y ver recorrer los rebaños…,
como una fiera
acecho a la sombra de sus rituales fabriles.
De vez en cuando
un golpe fuerte y ágil para saciar mis apetitos.

Y de nuevo me interno en el bosque
hasta mi burbuja acerada de flautista solitario
Y desde allí hago música en la alta noche
Cuando las fieras cantan y comprenden mi extraña tonada.



Poema De Los Regresos Al Jardín De Las Delicias de Omar García Ramírez



Yo iba orinando
contra los tótems místicos que abundan en el cosmos.
Huyendo de un pastor de lobos
que anhelaba con frenesí
mi piel de león en la pradera de la galaxia.
Escondiéndome en el hedor de las cantinas religiosas
en donde el vino era santificado
y todos los feligreses tenían los ojos rojos de la felicidad
como tus ojos rojos de luna enferma
y tenían tu almizcle de zorra
bajo las ojeras de la media noche.

Yo venía saltando de mata en mata
detectando obstáculos como un murciélago drogado
bañándome en pozos de ácido lisérgico y arena selenita
y ayunando en las condiciones objetivas de cada día estelar…
Con mis barbas luminosas y mis virtuales libros,
con mi locura a cuestas yo c
a
í
a.

Entonces
en el último peldaño de la escala tierra
te vislumbré, no sé si te soñé
pariendo un ovo-vimana en el desierto,
sobre un ramo de girasoles ingrávidos
y te vi depositarlos en mi tumba, anterior a otras tumbas,
y tus ojos de ámbar egipcio, transparente vino tinto
sobre mis ojos de cronista caldeo en retirada.

Me uní a tu sueño…
Caminábamos en caravana hacia la tierra del fértil creciente,
tus cabellos claros como ríos contra la sed y la arena,
mantenían a raya el desaliento
y alegraron los anocheceres de aquellas heladas lunas.
Te descubría junto a la hoguera
o cuando cantabas con las otras mujeres
al ritmo de cuernos de caza y tambores de corteza,
/ dulces melodías de esperanza.
Varias veces me crucé contigo en el camino,
pude sentirme humano cuando tus ojos me miraron.
Tus ojos claro lapislázuli, estrella de agua fresca,
y comprendí a los que cayeron primero y se mezclaron,
y esa extraña palabra, ese vocablo mágico…El amor.
una noche nuestras manos se encontraron
en un cántaro de agua
nuestras miradas contemplaron un ígneo cometa,
tu palidez alba desnuda alegró mi despertar en el desierto.

Aquella marcha nunca llegaría a su destino
y tú desapareciste el día que murió Ramses I
tras las dunas de un sol
que calcinaba a su pueblo predilecto.

Entonces fui convocado por los ángeles rebeldes
que luchaban contra el demiurgo
en su propio universo ilusorio.

Regresé luego durante la primera empresa
buscando el secreto de la bomba luminosa
y escapaba de unos hombres que querían degollar a otros hombres.
Llevaba una cruz como mi padre;
no era una cruz para la muerte
era una cruz para la vida.
Anuncié buenas nuevas para la gente nueva
en las plazas de mercado, en los garitos suburbanos, en los puertos de Buenaventura
y en los negocios de especias en Maicao.
En el cerro de Montserrat y en las cuevas de Sacromonte;
Traía en las manos las iniciales de tu nombre
y una cadena de oro con las pupilas carcomidas de tu dios.
Caminaba con mis sandalias de cuero de buey
y parecía un buey de tanto arar tu espera
sobre los caminos enlodados de la tierra.
Conocí a Pedro y a José
y una hermosa hetaira llamada Magdalena;
por aquellos días estaban de moda las catapultas y yo con mi rayo láser escondido bajo el sobaco.

Las cosas perdieron interés
cuando crucificaron a un profeta
que había renunciado al reino de este mundo.

Pasaron quince siglos…
y volví a encontrarte cerca de un castillo,
borracha de doce lunas, vestida de seda blanca y un lirio azul silenciando tu boca…
Poco después, nos refocilamos sobre una cama olorosa a limón y mermelada y estallaba de la risa cuando tú te comías mis libros sagrados y los pulverizabas para hacer pastelillos del Nilo,
mientras nos dábamos a los secretos primordiales
de la física del amor.

Juramos no repetir la historia
y pasábamos las horas del crepúsculo caminando por las playas normandas
comiendo langostinos en salsa y bebiendo vinos delicados que aderezaban los perfumes de nuestras pieles castañas.
Pero…
Las estructuras de los castillos se sacudieron,
las ventanas se cayeron de sus marcos
llegó la muerte acompañada de peste, de tormenta y de diluvio.
Te perdí a ti y a dos de mis mascotas preferidas
y me obligaron regresar hasta que bajaran las aguas de aquella furiosa marea atlántica.
Después del tiempo aquel
regresé con la misma edad 33 años,
para ser santificado por tu amor
y tu amor era un montón de piedra muerta.
Una laguna que agonizaba… Tu ciclo había terminado.

Entonces me dediqué a recordarte para el bien de mis estrellas, en el puerto bengalí de Ali Banglass,
comiendo pescado frutas y algas frescas que traían los pescadores chinos,
jugando a las cartas con los estibadores,
encantando serpientes venenosas,
sacándole los ojos a los mercaderes sefarditas,
acostándome con las mujeres de los fariseos,
y conocí a Omar Kayam y a su secta de fumadores de amapola.
Me hice poner un diente de oro
y arrojé al mar mi arete de silicio
y ellos perdieron la pista y me olvidaron.

Veraneé en las playas de Haití,
me amotine en las plazas de Belgrado,
conocí los secretos del hachís con Rimbaud en Montparnasse.
Participé en la marcha de la sal con Gandhi y en la gran marcha con Mao.
Me convertí en un vago intemporal, un voyeur cósmico
que observa con ironía como estos destruyen hoy murallas las mismas que ayer construyeron fervorosos.
Me di cuenta un poco tarde
que no valía la pena llevar flores a los muertos que danzan eternos sobre el jardín de las delicias.



Poema Como En Una Ciudad de Omar García Ramírez



Como en una ciudad
donde los poetas bohemios
saliesen a comprar mandarinas y manzanas
después de la borrachera,
con el sol rompiendo tímidamente el frío del invierno,
fumándose el último cigarrillo del gabán negro.
Con sus bufandas
sobre los cuellos calientes y sudorosos de caballos empapados de bruma,
pensando en despedirse para siempre de la noche,
la de los labios rojos con pinturas acrílicas y fosforescentes,
la de las medias negras
de seda china,
falda de Bangladesh y pequeño tatuaje sobre el lomo elástico de la perra asiria.

Pensando en olvidarse para siempre de la noche, está el hombre…
?Así se mueve este corazón
sin paisaje ni background.
Solo la tela roja de una bufanda que rueda sobre los senos de una poetisa eslava con pequeñas heridas en las pantorrillas.
Una poetisa que gritaba como Lilith, el día de su acoplamiento con Adán kadmón, bajo el árbol de la ciencia.
Una poetisa que venía de la última manifestación contra la globalización en Viena?.
Así entre esa nomenclatura de nombres ibéricos, o de garitos caribeños con gendarmes socialistas… Así como huyendo desde el puerto de Nueva York,
hasta los burdeles de Amsterdam. Así va entre el extraño tumulto que brota de los tunelvanags, de los subways de los metros y garés de la babilonia terrestre.
Como si en las ciudades
de ojos rojos, ojeras azules
y alientos de tabaco, estuviesen escritos
los símbolos de una revelación mesiánica.
Así va ese hombre.
Escribe y trata desde hace tres años de decir algo que conmueva a su lucidez
y la invite a sentarse en el sillón turco de una placidez elemental.
O algo que cause pánico o risa,
pero lo único que consigue es
aterrarse ante el famélico espejo de sus noches, rayar sobre la pizarra de su alma símbolos de yeso y nieve,
decir chistes crueles sobre la condición del exilio,
y fumar, como fuman los condenados a muerte.
De vez en cuando, saca de su chistera un conejo rojo y lo prepara a las finas hierbas orientales, con un sabor que le deja una risa saltarina en el estómago.

¿Qué buscaba en las palabras ese hombre, desde niño?
¿Qué mito de papel le asaltó y le enfermó?
Él se aplicó con puntualidad, su dosis de fe y de locura,
inoculado con el poema venenoso
como una pequeña hidra de brazos metálicos
que se retorcía en sus neuronas,
recorrió los puertos
y las calles
cercanas a los templos de Afrodita.
Y profanó las criptas de los adoradores de Lilith.
Sabe que en su cabeza baila un demonio.
Que en su corazón
la danza será a muerte, que no podrá escapar de la noche,
a no ser
que se refugie en el asilo,
en donde irán a visitarle y a llevarle arenosos chocolates de Estambul, mutantes persas con caras de camellos
paranoico-perversos.
Que en su pecho el humo del cigarro en la madrugada le irritará las palabras,
le resecará la prosa y enanitos de barro cuarteado
danzarán ruidosamente sobre sus cuartillas…
Que ese otro rostro
de muchacha ligera tomando café y comiendo manzanas será
tan solo una imagen más,
ajada postal del extranjero,
callejuela empedrada…
Piedra negra, sobre piedra blanca,
casas antiguas, sin puertas ni ventanas,
y vías que no conducen a ningún lado.
Las cartas que envió no obtuvieron respuesta…
Seguramente se perdieron
en las compuertas de los aviones o en los pasillos azules
por donde transcurren
somnolientos y salitrosos los burócratas de los correos.

Sabe que no puede mirar atrás.
Que nunca podrá regresar.
Que nunca podrá despertar del sueño de las ciudades agonizantes.
Ahora está metido en su madriguera
la luz acuchilla los cristales sucios
con las cagadas de las moscas.
Sobre la mesa
de madera y metal,
la dosis…
El torniquete de caucho,
la jeringa penetra
la vena dejándole un río de volcán caliente en la piel…
Ya, la felicidad helada con su beso boreal,
la pared en blanco, el nudo del zapato,
la mancha de la manzana transgénica
que se desdobla
como una mariposa vegetal
contra una cortina raída,
sobre la que se empantana
la mañana de Madrid.
El zen de la heroína es una forma elástica de la muerte.

Detrás de la cortina,…
afuera, en la calle,…
la ciudad aúlla
como una zorra herida,
desangrándose en la trampa.



Poema American Dreams de Omar García Ramírez



(una historia verdadera)

Cuando nos pasamos por vez primera
Nos pareció un poco grande. No, hay que decirlo, muy grande…
Era en realidad un aparta-estudio pequeñito,
de cincuenta metros cuadrados y dijimos,…no tenemos nada, solo un colchón
y dos maletas viejas, pero nos amábamos y eso era suficiente.
Comíamos lechugas y atún de lata
y nos parecía
que ese manjar de supermercado nos iluminaba.
Éramos adictos a la meditación trascendental y asistíamos a las conferencias de Suami Vedanta Krisnamurthi. Practicábamos el yoga y la magia sexual del lejano oriente.
Tantra puro y duro.
Cuerpo a cuerpo, cabellera contra cara,
sin limite de tiempo.
Kundalini exacerbado,
de la noche a la mañana.

El ayuno obligatorio nos hacía ligeros. Y nos daba poderes extrasensoriales, percibíamos un brillante futuro,
caminábamos por el techo y estudiábamos en los parques aledaños y claro esta, escuchábamos un poco de música, (Rick Weimman, Alan Parsons, y Rabir Chankar,) en un radiecillo de tres bandas que conseguimos poco después con nuestros primeros sueldos dando clases y cuidando ancianos.
Mientras mirábamos por las ventanas
cómo la gente caminaba de prisa
a sus pequeñas actividades cotidianas.
Nosotros
por nuestra parte, trabajamos horas extras y estudiábamos por la noche.
Así pasamos casi un par de inviernos y cuatro primaveras.
Mi esposa tenía una larga melena rubia con trenzas indias y yo lucía una barba de Jesucristo Super-star.
De vez en cuando un cine o un concierto en el Central Park.

La casa se comenzó a llenar de cosas
Lápices y cuadernos
Refrigeradores y un televisor en blanco y negro de segunda,
Luego llego un secador y una vajilla china.
Y después, varios cuadros de pintores del Soho de los cuales nos habíamos echo amigos; mi mujer que era critica de arte les cambiaba artículos que escribía para las revistas universitarias por pequeñas obritas, que llevaban títulos como: ?Revelación suprematista? o ?Blanco sobre rojo? y ?Rojo sobre rojo?, (eran los tiempos del minimalismo y del expresionismo abstracto, que ahora está de moda casi veinte años después, como si acabaran de descubrir el agua tibia.). También habría que contar los jabones, las sábanas, las cortinas.
Y claro está no podían faltar los libros.
Una pequeña biblioteca alimentaba
El hambre insaciable de nuestros curioso espíritus.
Comíamos recetas chinas y de vez en cuando preparábamos unos espaguetis rociados con paprika, que nos dejaban una sensación de napolitana placidez.

Hablando de mi trabajo,
un día se me fue la mano en las prescripciones de la medicina y se me murieron dos ancianos,
posología involuntaria.
Me echaron del trabajo.
Afortunadamente mi mujer
tenía uno en un periódico
(escribía para la columna de la reseña de libros).
Eso nos permitió vivir del cuento por un tiempo.

A los poco tiempo yo logré titularme y
las cosas comenzaron a ir mejor, así que decidimos cambiar de piso y tomamos uno grande con tres habitaciones por si venían los amigos, compramos muebles nuevos y claro está una cama grande, en donde realizábamos proezas sexuales acompañados de champañas importadas y música a todo volumen en el estereofónico.
Íbamos a conciertos de música clásica y no faltábamos a la temporada de Broadway, cenábamos en los restaurantes italianos de moda y claro está la nouvele cousin
Entro a la gama de nuestras apetencias gastronómicas, podíamos comer hasta doce platos en cada sentada.
Íbamos al Moma de Nueva York, y aprendimos a relacionarnos con algunos famosillos de la farándula, mi esposa ya escribía con solvencia para las columnas sociales de los diarios capitalinos.
Yo termine una segunda carrera, mis estudios de mercadotécnia con mucho éxito.
Y me dije bueno habrá que hacer dinero
Todo el mundo está dedicado a ello; entonces invente y patente una formula para hacer patatas fritas adictivas, utilizando ciertos ingredientes que me es imposible revelar y que se encuentran guardados en una bóveda secreta del Chasee Manhattan Bank.
El éxito fue rotundo.
Con las millonarias ganancias
comencé a especular en la bolsa;
el cuerno de la fortuna vomitó oro a manos llenas.
Simultáneamente mi esposa publicó varios bets-sellers,
sobre princesas que se enrollaban con sus guardaespaldas, espías que se enamoraban de clones cibernéticos-sexuados y que luego eran rescatados de parques jurásicos.
Todos estos temas fruto de sus glamurosas experiencias con la creme de cultura, fueron alabados por la crítica y ubicados en los primeros puestos de las listas de las revistas especializadas.
También se dedico a la decoración de interiores y a la jardinería y que no decir que cocinaba como una diosa.

Necesitamos una casa con piscina. Nuestras comidas eran grandes bufetes de cincuenta y cien invitados,
hijos no llegaban
Pero no perdíamos las esperanzas
Para subsanar este vacío teníamos:
La inseminación artificial.
La fecundación in vitro.
La clonación.
Y los niños vietnamitas.

Los negocios navegaban viento en popa.
En todo el mundo se comían aquellas asquerosas papitas fritas, y nuestra cuenta corriente engrosaba y no paraba.
Nosotros también subíamos de peso a pesar del yakussi y la sauna, y a pesar de tener una mesa de plata horizontal con varias líneas de nazca que aparecían y desaparecían con las visitas de curadores, escritores y actrices de la escalinata dorada de Hollywood; (es decir doncellas que subían trastabillando decididamente hasta el éxito).
Llegue a pesar ciento cincuenta kilos, mi mujer me superaba por escaso treinta kilos. (Ya no queríamos hijos), después de haber dado dos vueltas alrededor del mundo,
Utilizando vuelos charter,
cruceros,
y trenes, sabíamos que nuestro destino estaría marcado por la soledad de los hoteles cinco estrellas, la pesadez de las comidas y la resaca de los vinos italianos y las champañas francesas.
Por esto, a estas alturas de nuestras vidas, estábamos más bien interesados, en que nuestras cenizas fueran a la luna. (Tal vez por aquello de la ingravidez.)
Habíamos llegado a ser
un matrimonio peso pesado
Con mucha influencia dentro de la sociedad neoyorquina y logramos comprar algunas obras originales en la Cristhies de Nueva York.(Quinta avenida) antes de los escándalos y todo eso.
Teníamos tres sirvientes, cuatro coches y dos casas de campo. Dos Modiglianis y un Renoir.

Las cosas no han cambiado sustancialmente…
Solo se amontonan, …
los Picassos ya no caben,
las alfombras persas me dan alergia.
Los vinos franceses me provocan agrieras.
No me puedo subir al Ferrarri y mi mujer flota como una ballena en la piscina
desde aquí la observo, con mi viejo winchester de cañón cromado que compré en el club de tiro, (yo he firmado toda mi herencia al club de caza y pesca, mi mujer su parte a la sociedad protectora del babuino Ártico.)
apuntó y disparó,… yerró por un metro o más,
mi mujer no se entera, está sorda.
Y yo me estoy quedando ciego,
tomo mi vaso de whisky on the rocks,
pero eso si, seguiré apuntando y disparando hasta que de en el blanco.
Quiero ver
cómo se tiñe de rojo la piscina.



« Página anterior


Políticas de Privacidad